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El producto-país que nadie compró : McUSApatc, Martes, Marzo 19, 2002 - 18:31
Naomi Klein
Se le pedía que utilizara su magia en el mayor reto de mercadeo: vender Estados Unidos y su guerra contra el terrorismo a un mundo cada vez más hostil. El nombramiento de Charlotte Beers, renombrada publicitaria, levantó críticas, pero el secretario de Estado Colin Powell las desechó. "No tiene nada de malo conseguir a alguien que sabe cómo vender algo. Estamos vendiendo un producto. Necesitamos a alguien que pueda cambiar de marca a la política externa". Naomi Klein Se le pedía que utilizara su magia en el mayor reto de mercadeo: vender Estados Unidos y su guerra contra el terrorismo a un mundo cada vez más hostil. El nombramiento de Charlotte Beers, renombrada publicitaria, levantó críticas, pero el secretario de Estado Colin Powell las desechó. "No tiene nada de malo conseguir a alguien que sabe cómo vender algo. Estamos vendiendo un producto. Necesitamos a alguien que pueda cambiar de marca a la política externa". Lo que la administración Bush no tuvo en cuenta, señala la autora, es que la mayoría de los críticos de Estados Unidos no se oponen a los valores de este país -democracia, libertad, igualdad de oportunidades-, sino al unilateralismo ante las leyes internacionales, las disparidades en la riqueza y la represión de los inmigrantes. El enojo surge de una clara percepción sobre una falsa publicidad. El problema de Estados Unidos no es su marca, sino su producto CUANDO la Casa Blanca decidió que era hora de hacer algo al respecto de la creciente ola antiestadunidense en el mundo, no pidió la ayuda de un diplomático de carrera. En su lugar, fiel a la filosofía de la administración Bush de que cualquier cosa que el sector público puede hacer, el privado lo puede hacer mejor, contrató a la gerente de una de las principales marcas de la avenida Madison. Como subsecretaria de Estado en Asuntos Públicos y Diplomacia Pública, la misión de Charlotte Beers no consistía en mejorar las relaciones con otros países, sino llevar a cabo una reparación integral de la imagen de Estados Unidos en el exterior. Beers no tenía ninguna experiencia diplomática, pero había desempeñado el cargo más alto en las agencias de publicidad J. Walter Thompson y Ogilvy & Mather, y construido marcas para todo, desde alimento para perros hasta taladros eléctricos. Ahora se le pedía que utilizara su magia en el mayor reto de mercadeo: vender Estados Unidos y su guerra contra el terrorismo a un mundo cada vez más hostil. Comprensiblemente, el nombramiento de una mujer de comerciales en este cargo levantó críticas, pero el secretario de Estado Colin Powell se las sacudió de encima. "No tiene nada de malo conseguir a alguien que sabe cómo vender algo. Estamos vendiendo un producto. Necesitamos a alguien que pueda cambiar de marca a la política externa estadunidense, cambiar la marca de la diplomacia". Además, dijo, "me convenció de comprar el arroz de Uncle Ben". [una marca. N.R.] Así que, ¿por qué, a tan sólo cinco meses de que la campaña por una nueva y mejorada Marca EUA inició, parece estar hecha un caos? Cuando Beers emprendió una misión a Egipto en enero para mejorar la imagen de Estados Unidos entre los "creadores de opinión" árabes, las cosas no salieron bien. Muhammad Abdel Hadi, un editor del periódico Al Ahram, salió de la reunión con Beers frustrado porque ella parecía más interesada en hablar sobre vagos valores estadunidenses que sobre las políticas de ese país en concreto. "No importa cuánto te esfuerces por hacerles entender", dijo, "no entienden". Probablemente el malentendido se originó en el hecho de que Beers ve a la deteriorada imagen internacional de Estados Unidos como poco más que un problema de comunicaciones. De alguna manera, no obstante toda la cultura global que emana de Nueva York, Los Angeles y Atlanta, a pesar de que puedes ver CNN en El Cairo y La caída del halcón negro en Mogadishu, Estados Unidos aún no ha logrado, en palabras de Beers, "salir y contar su historia". De hecho, el problema es precisamente el contrario: la mercadotecnia de Estados Unidos ha sido demasiado efectiva. Los niños en edad escolar pueden recitar sus afirmaciones sobre la democracia, la libertad e igualdad de oportunidades tan fácilmente como pueden asociar McDonald's con diversión familiar y Nike con destreza atlética. Y esperan que Estados Unidos viva a la altura de sus afirmaciones. Si están enojados, como millones claramente lo están, es porque han visto aquellas promesas traicionadas por las políticas estadunidenses. A pesar de la insistencia del presidente Bush de que los enemigos de Estados Unidos resienten sus libertades, la mayoría de los críticos de este país no se oponen a los declarados valores de Estados Unidos. En su lugar, señalan el unilateralismo estadunidense ante las leyes internacionales, las crecientes disparidades de la riqueza, la represión de los inmigrantes y las violaciones a los derechos humanos -las más recientes en la bahía de Guantánamo-. El coraje surge no sólo de los hechos, sino también de una clara percepción de una publicidad falsa. En otras palabras, el problema de Estados Unidos no es su marca -que difícilmente podría ser más poderosa-, sino su producto. Hay otro, más profundo, obstáculo al que se enfrenta el relanzamiento de la Marca EUA, y tiene que ver con la naturaleza de las marcas en sí. La creación exitosa de marcas, escribió recientemente Allen Rosenshine, presidente de BBDO Worldwide, en Advertising Age, "requiere de un mensaje cuidadosamente creado que sea transmitido con consistencia y disciplina". Muy cierto. Pero los valores que Beers vende son la democracia y la diversidad, valores que son profundamente incompatibles con esta "consistencia y disciplina". A esto añádase el hecho de que muchos de los más fuertes críticos de Estados Unidos ya sienten que son empujados por ese gobierno hacia la conformidad (se les eriza la piel ante frases como "los Estados canallas"), y la campaña de marcas de Estados Unidos bien podría revertirse, y revertirse de una manera muy dramatica. En el mundo corporativo, una vez que una "identidad de marca" se acuerda en la oficina central, se pone en práctica en todas las operaciones de la compañía con precisión militar. Puede ser que la identidad de la marca sea confeccionada para acomodarse al lenguaje local y las preferencias culturales (como McDonald's, que sirve pasta en Italia), pero sus características esenciales -la estética, el mensaje, el logo- permanecen inalteradas. Esta consistencia es la que los gerentes de las marcas llaman "la promesa" de una marca: es una promesa de que a donde quiera que vayas en el mundo, tu experiencia en Wal-Mart, Holiday Inn o un parque de diversiones de Disney, será cómoda y familiar. Cualquier cosa que amenace esta homogeneidad diluye la fortaleza integral de una compañía. Por eso, el otro lado de la moneda de la promoción entusiasta de una marca consiste en demandar agresivamente a cualquiera que se meta con ella, ya sea pirateando la marca registrada o distribuyendo información no deseada sobre la marca en Internet. Al fin y al cabo, el proceso de crear marcas tiene que ver con mensajes rigurosamente controlados que se transmiten en una sola dirección, emitidos en su más vistosa presentación, y después herméticamente sellados de aquellos que transformarían ese monólogo corporativo en un diálogo social. Las más importantes herramientas al lanzar una marca fuerte pueden ser la investigación, la creatividad y el diseño, pero, después de eso las difamaciones y las leyes de derechos de propiedad son las mejores amigas de una marca. Cuando los gerentes de las marcas trasladan sus destrezas del mundo corporativo al político, invariablemente llevan consigo este fanatismo por la homogeneidad. Por ejemplo, cuando le preguntaron a Wally Olins, cofundador de la consultora de marcas Wolff Olins, su opinión sobre el problema de imagen de Estados Unidos, se quejó de que la gente no tiene una idea clara sobre lo que representa el país, y que más bien tienen docenas o cientos de ideas que "están hechas bolas en la cabeza de las personas de una manera extraordinaria. Así que seguido encontrarás a gente que a la vez admira e insulta a Estados Unidos, hasta en la misma frase". Desde una perspectiva de la creación de marcas, definitivamente sería tedioso si nos encontrásemos simultáneamente admirando e insultando a nuestro detergente de ropa. Pero en el caso de nuestra relación con los gobiernos, en especial con el gobierno de la más poderosa y rica nación del mundo, seguramente se requiere de algo de complejidad. Tener puntos de vista conflictivos sobre Estados Unidos ?admirar su creatividad, por ejemplo, pero resentir sus doble estándares? no significa que estés "hecho bolas", para usar la frase de Olins: significa que haz estado poniendo atención. Además, mucho del coraje enfocado hacia Estados Unidos viene de una creencia -igualmente expresada en Argentina como en Francia, en la India como en Arabia Saudita- de que Estados Unidos ya demanda demasiada "consistencia y disciplina" de otras naciones; que bajo su declarado compromiso con la democracia y la soberanía, es profundamente intolerante con las desviaciones del modelo económico conocido como El Consenso de Washington. Ya sea que estas políticas, tan benéficas para los inversionistas extranjeros, sean impuestas por el Fondo Monetario Internacional, con sede en Washington, o a través de acuerdos comerciales internacionales, por lo general los críticos de Estados Unidos sienten que el mundo ya está demasiado influido por la marca del gobierno estadunidense (por no mencionar las marcas estadunidenses en general). Hay otra razón para ser cautelosos a la hora de mezclar la lógica de la creación de marcas con la práctica de gobernar. Cuando las compañías tratan de poner en práctica una imagen mundial consistente, parecen franquicias genéricas. Pero cuando los gobiernos hacen lo mismo, pueden parecer claramente autoritarios. No es una coincidencia que los líderes políticos más preocupados en hacer una marca de sí mismos y de sus partidos sean los más alérgicos a la democracia y la diversidad. Piensen en los murales gigantes de Mao y en los libros rojos, y, sí, piensen en Hitler, un hombre totalmente obsesionado con la pureza de la imagen: de su partido, su país, su raza. Históricamente, este ha sido el lado feo de la moneda de los políticos que aspiran a la consistencia de la marca: información centralizada, medios controlados por el Estado, campamentos reeducativos, purgas de disidentes, y cosas peores. La democracia, afortunadamente, tiene otras ideas. A diferencia de las marcas poderosas, las cuales son predecibles y disciplinadas, la democracia es desordenada y poco dócil, y hasta rebelde. Al crear una marca con una imagen confortable, Beers y sus colegas pueden haber convencido a Colin Powell de comprar Uncle Ben, pero Estados Unidos no se compone de granos de arroz o de hamburguesas en serie o de khakis de Gap. Su más fuerte "atributo de marca", para usar un término del mundo de Beers, es que cobija a la diversidad, un valor que ahora, irónicamente, Beers va por el mundo tratando de estampar con una uniformidad como de moldes de galletas. La tarea no sólo es inútil, sino hasta peligrosa: la consistencia de las marcas y la verdadera diversidad humana son antitéticas: una busca la uniformidad, la otra celebra la diferencia; una le teme a todos los mensajes fuera de guión, la otra abraza el debate y la disensión. Recientemente, en Beijing, al pregonar las virtudes de la Marca EUA, el presidente Bush argumentó que "en una sociedad libre, la diversidad no implica desorden y el debate no implica conflicto". El público aplaudió amablemente. El mensaje podría haber sido más persuasivo si aquellos valores se vieran mejor reflejados en las comunicaciones de la administración Bush con el mundo exterior, tanto en su imagen, como, aún más importante, en sus políticas. Porque, como el propio presidente Bush acertadamente señala, la diversidad y el debate son la sangre de la libertad. Y éstos los enemigos de las marcas. (Traducción: Tania Molina Ramírez) |
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