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Tribu nòmada colombiana, desplazada por la guerrilla de las FARC.

Anonyme, Sábado, Agosto 19, 2006 - 11:27

JAIME LOZANO CAYCEDO

Huyendo de la guerrilla de las FARC y después de tres años de vivir con los blancos y de contaminarse con sus costumbres, los nukak regresaron a la selva. una de sus hijas, la modelo francis makú, llora por la tragedia de su pueblo. ya no volverán a ser los mismos

Ha llovido toda la noche y la selva a duras penas alcanza a distinguirse entre la niebla que baja de la montaña. Los nukak están apretados unos junto a otros, en un caserío llamado Puerto Ospina, esperando en silencio los primeros rayos de sol para volver a la selva, después de tres años de vivir obligados entre los blancos.

Eran los últimos indígenas nómadas de Colombia. Los que quedaron después de las epidemias de gripa y de su contacto con los colonos. Han pasado toda la noche en vela alimentando sus fogatas porque al amanecer entrarán a la reserva forestal de poco menos de un millón de hectáreas en las que podrán vivir a sus anchas.

Sólo que los que regresan no son los mismos indígenas que durante siglos recorrieron la selva en completa armonía con la naturaleza.

En un año podían construir 80 campamentos sin otra ayuda que sus manos expertas de recolectores y sus herramientas de palos de chontaduro. La manigua, sin otros límites que los ríos Inírida y Guaviare, era su abrigo y su alimento. De ella tomaban las hojas de platanillo para los techos de sus chozas, pero le devolvían las semillas que formaban huertos silvestres allí donde habían acampado.

Cuando se terminaban los frutos y la caza en una zona, recogían sus chinchorros y sus ollas de barro en mochilas tejidas con fibras naturales y buscaban lugares más fértiles.

Caminaban, en promedio, ocho kilómetros diarios. La ropa estorbaba. Los hombres no necesitaban sino un guayuco amarrado a la cintura para correr desnudos por el monte cazando venados y micos con dardos envenenados con curare. Nunca necesitaron otra arma que las cerbatanas de palos de bambú con los que también fabricaban cañas de pescar. Podían distinguir los micos por el sonido y eran tan expertos como ellos para trepar árboles y obtener miel de los panales de abejas en las copas. Eran los reyes en ese paraíso.

La selva fue sabia al mantenerlos entre sus secretos hasta 1988 cuando la guerra los sacó a la luz. Desde ese momento, en un éxodo continuo, han salido a la civilización y hace tres años se instalaron en un resguardo compartido con otras etnias indígenas en la zona de El Barrancón, media hora al nororiente de San José sobre las márgenes del río Guaviare. En un espacio pequeño aprendieron que entre las bondades de la modernidad estaban el guarapo y las mujeres, el jabón y los cigarrillos, los radios y los corridos que ahora cantan a media lengua.

-"Me gusta mucho la coca-cola", dice Andrés, un nukak de 20 años que lleva cinco meses viviendo con los blancos.

-¿Y cómo tomarán coca-cola en la selva?

- "Tocará llevarla hasta allá... en carro". Ahora les da pereza caminar las cuatro horas que los separan del pueblo, cuando años atrás no se cansaban de recorrer la enmarañada selva.

Andrés hace parte de uno de los 17 grupos de nukak que salieron de su entorno hace cinco meses. Llegaron a San José del Guaviare el 17 de marzo a protestar en el parque central, porque la guerra entre las Farc y los paramilitares los había atrapado y tenían miedo. Cuando la gente del pueblo los vio desnudos comenzaron a regalarles ropa. A ellos les dio pena y empezaron a vestirse.

Así fueron perdiendo la inocencia. Se instalaron en Aguabonita, una vereda a 8 kilómetros al sur de San José. El contacto que tenían antes con los colonos se reducía al préstamo o venta de una escopeta o un machete, de vez en cuando. Ahora las mujeres se visten con faldas, pantalones y blusas, y buscan cachuchas y aretes vistosos.

Las mamás les ponen a los bebés pañales desechables.

"Le ven a uno el reloj y les gusta. Este proceso es muy difícil pararlo, por eso cada día que pasa hay más problemas", dice Ramón Rodríguez, coordinador territorial de la Agencia Presidencial para la Acción Social en el Guaviare y al que los nukak consideran su único amigo blanco.

El día antes de salir para la reserva a su oficina llegaron indígenas todo el día. "¿Ramón, cuántos domingos faltan?".

Pudo más el llamado de la selva que el miedo de volver a estar amenazados por las FARC: "La vida así no más está triste", dice Alexander, un joven de 20 años. Cuenta que su mamá está con paludismo en el hospital: "Antes no nos daban tantas enfermedades... ahora sí. Cuando éramos 600 caminábamos, ya no".

Y sigue hablando en un español a medias mientras se fuma un cigarrillo. Confesó que se llama Timyú, pero cuando fue a registrarse para que le dieran la cédula dijo "Alexander Nukak" y le preguntaron que qué clase de apellido era ese, entonces lo cambió y dijo: "Alexander Castro González", dos apellidos que había escuchado en el pueblo. A nosotros nos dice que se llama Alexander Timyú Nukak.

En la oficina de Ramón dos hombres arman el kit de colono con el que los indígenas volverán a sus casas. En un rincón están los costales con una olleta y tres ollas de aluminio porque las ollas de barro ya no les parecen buenas. Una hamaca de hilo reemplazó los chinchorros de palma que trenzaban sobre las piernas y teñían con achiote y hasta pidieron doble toldillo. Pronto dejarán de tejer sus chinchorros con huesitos de mico que probablemente cambiarán por agujas.

Por ahora, siguen haciendo las cañas de pescar con bambú, pero pidieron machetes porque, como ellos mismos dicen, afilar el palo de chontaduro para cortar es muy duro. Con el machete es más rápido. El resto del kit está listo: linternas, palas, nailon, limas, anzuelos, barretón, azadones...

"No queremos volver a ser nómadas, queremos quedar quietos. Queremos cultivos bien grandes para sacar yuca, plátanos, naranjas, piñas, chontaduro, maíz, naranja. Queremos pollos y huevos -Alex sabe exactamente lo que le gusta ahora- . Queremos ir (a la selva) pero nos da miedo que la guerrilla de que las FARC nos vuelva a sacar..." y deja la frase como si fuera necesario decir algo más, pero es hora de emprender el camino.

Aún madrugan a recoger frutos frescos y a cazar, es prácticamente lo único que les queda de la vida alegre y errante que llevaban antes. Ya casi no se pintan la rejilla terracota en la frente, que es el símbolo de que están felices. Sólo hoy madrugaron a acicalarse. Es un día de fiesta.

Empiezan a recoger las lonas que usaban de techo en sus casas, ya no usan hojas de platanillo. Y le siguen pidiendo cosas a Ramón. Hasta hace poco se cortaban el pelo con mandíbula de caribe (una piraña de agua dulce) y ya están pidiendo cuchillas. En una maloca cercana dos mujeres estrujan semillas con las manos para una especie de chicha que toman todo el día, y Manuel unta de curare unos dardos para la primera caza. Afuera sus hijos juegan fútbol: "En la selva yo jugaba con candela y palos, ahora mis hijos juegan con un balón".

Las volquetas llegan a San José, a las seis de la mañana y después de una hora y media de camino, por una trocha llena de huecos y puentes de tablones que se rompen al paso de los vehículos, llegan a Puerto Ospina. En un mes cuando empiece el invierno, llegar a ellos será imposible.

Apenas salió el sol empezaron a entrar a su nuevo hogar, con pasos cortos pero constantes se fueron perdiendo entre las bocas de monte con su kit de colonos, completamente vestidos y con ideas nuevas. En el bacuan (consejo indígena) decidieron que todo va a cambiar. "Hay que guardar la ropa para que no se dañe", se oye decir a algunos.

Se instalaron en un claro, veinte minutos selva adentro. Los niños llegaron a buscar semillas y los viejos que antes casi no salían, hoy lo hicieron para cazar. Pero los muchachos entre los 14 y los 16 años están tristes. Ya no tendrán cerca el pueblo con su bullicio, la gaseosa y los helados.

El defensor del pueblo Jairo Solano dice que en el nuevo hogar de los nukak hay campos minados. Reconoce que no hay garantías para proteger la vida de los indígenas, pero se declara impotente para hacerlo.

Alex no se preocupa mucho. "Ahora soy feliz", dice y se pierde entre los árboles. Es inevitable no pensar que criando gallinas y sembrando yuca morirán los últimos
nómadas de Colombia.

De 1.200 nukak que había en 1988 en la actualidad sólo quedan cerca de 500, no saben de su futuro pues la guerrilla de las FARC ha prometido ajusticiarlos, el tiempo dirà si cumplen su oscura promesa.

Tomado de la Revista CROMOS Publicaciòn Colombiana
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