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Rebeldía, esencia del zapatismo

Anonyme, Martes, Diciembre 30, 2003 - 10:13

Pino Caccuci

Hasta aquel primero de enero de 1994, ¿cuántos eran los que usaban términos como "neoliberalismo" y "globalización"?

De Seattle en adelante, entraron en el lenguaje cotidiano, volviéndose para muchos sinónimo de lo que realmente representaban: carrera hacia el caos planetario, disgregación social, mano de obra esclavizada, devastación ambiental, diferencia intolerable entre riqueza obscena y miseria desesperada, guerra permanente para mantener privilegios insostenibles y apoderarse de recursos ajenos... la lista de infamias podría continuar para largo.
No se trata de reivindicar la patenidad -o maternidad- de algo que ya entonces estaba frente a los ojos de todos, pero no cabe duda que el llamado movimiento de movimientos tuvo una saludable influencia del zapatismo, que por primera vez en el siglo XX encabezó una insurrección sin perseguir la toma del poder ni tampoco su derribo; más bien su transformación con el objetivo de su gradual disolución, en el sentido de la participación y el compromiso de las personas -la sociedad civil- que vuelven inútil al poder, sustituyéndolo con el autogobierno -mandar obedeciendo-, para oponer la difusión del conocimiento y el desarrollo de la conciencia al nefasto binomio obediencia ciega de un lado y combatir hasta la muerte del otro.

¿Fue la primera vez en el siglo? No, la segunda. Pero la matriz es la misma: el zapatismo. Emiliano Zapata no era un "intelectual" ni tampoco un "político", pero, al redactar el Plan de Ayala se nutrió de la savia vital del pensamiento y de la práctica de Ricardo Flores Magón, única figura de América parangonable a Gramsci por su capacidad de comprender los cambios en curso y formular análisis de extraordinaria profundidad. Un hombre tan peligroso como "pensador" que como hombre de acción al punto de convencer al burdo Estados Unidos -cuyos gobernantes son a menudo trogloditas, pero desgraciadamente dotados de un instinto infalible para individualizar las amenazas a su predominio- de encerrarlo en una cárcel y dejarlo morir de enfermedades y penurias o, según algunos biógrafos, acortarle la agonía recurriendo a un asesino.

Flores Magón era anarquista y su ideal libertario permeó la revolución de Zapata, quien al entrar a la ciudad de México a la cabeza de sus combatientes no quiso sentarse, ni siquiera en broma, en la silla presidencial para que le tomaran una foto, pues tenía muy claro que el poder no debía contaminar la esencia antiautoritaria de su movimiento.

Conocemos lo que pasó después: la Revolución Mexicana fue traicionada, o al menos la propugnada por Villa y Zapata; Carranza se hizo portavoz de la nueva burguesía gatopardista mexicana; Obregón dio inicio al giro autoritario y Plutarco Elías Calles lo sancionó definitivamente, dando vida al partido que, con sucesivos cambios de nombre, imperó en el país por setenta años, y mandó asesinar a Villa para congraciarse con Washington, adonde envió al día siguiente un cablegrama informando sobre las órdenes cumplidas.

Pero no fue el final. Porque aquella extraordinaria temporada de pasión y sangre, a la que siguieron años de gran esperanza, de febril compromiso en cada sector de la sociedad, desde los más humildes campesinos a los más célebres artistas, dejó hondas raíces y continuó brotando, haciendo de México el país de América Latina con mayor conciencia civil y social, donde persiste una sana irrisión en la confrontación al poder y una todavía más saludable costumbre de participar, de luchar personalmente por los propios derechos sin delegar a politiqueros. Y no hay que olvidar que México, desde hace casi un siglo, es tierra de acogida para perseguidos por diversas dictaduras, y esto es resultado de aquellas semillas esparcidas en el lejano 1910.

México, pues, abrió el siglo con una revolución cruenta y lo ha cerrado con una "rebelión", y aun cuando nuestra lengua no posee en este caso la sutileza necesaria, vale la pena distinguir entre rebelión, con lo que se entiende el acto, el gesto de rebelarse, y rebeldía, postura hacia lo existente, estado de agitación permanente contra los engaños del poder y los autoengaños, y no mera insurreción destructiva.

Cuando ocuparon San Cristobal de las Casas, Marcos y Pegro se detuvieron frente al incongruente teatro y centro de congresos apenas construido en la periferia. La idea inicial era dinamitarlo, porque simbolizaba el derroche de un poder ciego y sordo que prefería construir inútiles "catedrales en el desierto" que gastar un solo peso para las necesidades de los últimos entre los últimos. Marcos y Pegro intercambiaron una mirada, luego sacudieron la cabeza, y uno de ellos, no importa cuál, dijo: "Vinimos aquí para construir, no para destruir". Y continuaron su camino.

No es una simple anécdota: es la esencia del zapatismo, el símbolo de aquello que habría de tomar cuerpo años después, en Porto Alegre más que en Seattle, en Florencia y Cancún más que en Génova. Hoy, al celebrar los veinte años del inicio de aquel largo camino sin fin -porque la rebeldía no tiene un punto de llegada, como tampoco lo tiene la lucha por la emancipación, que va más allá del suicidio de la toma del poder- y al recordar los diez años de aquel día en que se declaró al mundo, podemos estar orgullosos de lo que sucedió recientemente en Miami, donde el ALCA, el proyecto genocida para someter al continente al superpoder de las multinacionales, fracasó gracias a la progresiva toma de conciencia. Es verdad, más que un fracaso se trató de una postergación, porque tampoco el Monstruo se detiene, y continúa creciendo, con su metástasis; pero el estado de rebeldía permamente es el único antídoto que puede impedir que mate al resto del cuerpo todavía sano, este planeta Tiera que, no lo olvidemos, "es lo único que tenemos".

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