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Miedo y traición, el significado de la ocupación

Anonyme, Domingo, Diciembre 21, 2003 - 11:43

Robert Fisk

BAGDAD. Al-Adil es tan buen lugar como cualquiera para entender el significado de la ocupación. Y el miedo. Y la traición. Es una callecita arbolada, de clase media al estilo iraquí, en la que familias de personas con estudios viven en villas a la sombra de las palmeras. Pero cuando pasé por allí, la división 82 aerotransportada realizaba una visita de cortesía con dos tanques Abrams M1A1, seis Humvees, una compañía de soldados y -he aquí la cuestión- un grupo de hombres armados y encapuchados. Me acerqué a ellos con mi mochila escolar azul sobre el hombro; la mochila tuvo un efecto tranquilizador en los pistoleros y soldados, y el primero de los enmascarados agitó la mano hacia mí e hizo una seña con dos dedos. ¿Iraquí?, le pregunté, y asintió con la cabeza.

Atrás de él, los estadunidenses de la llamada Compañía Charlie repartían folletos. Uno llevaba una fotografía digitalizada de los hoteles Sheraton y Palestina, que estallaban envueltos en una niebla de fuego dorado. "2,500 dólares de recompensa por información sobre quienes atacaron los hoteles", decía el encabezado.

Los hoteles no fueron volados en pedazos el mes pasado, sino que les dispararon cohetes, y un estadunidense resultó gravemente herido en el Palestina. En el reverso del folleto había una fotografía en color de un hombre barbado que yacía en el suelo mientras un soldado le ataba las manos a la espalda... no precisamente la clase de imagen que vaya a producir informadores.

Un intérprete iraquí de las fuerzas estadunidenses, de anteojos y con la cabeza envuelta en una pañoleta de las llamadas kuffiah, me mostró una foto de un hombre barbado que bailaba en lo que debió haber sido una boda, sonriendo en dirección a la cámara, con las manos en alto. "Lo estamos buscando", dijo.

Varios hombres de mediana edad miraban la foto y se encogían de hombros. Los soldados, con sus pesados chalecos, cascos y rifles, trataban de mostrarse amigables. Habían aprendido algo de árabe elemental y decían shukran -gracias- cada vez que terminaban de hablar con gente de la localidad.

En la entrada de una villa de una sola planta encontré a un hombre ataviado con una larga túnica jallabia gris. "Son corteses", me dijo. "Buscan a hombres que los atacaron. Pero también han estado preguntando por el sistema de drenaje aquí y si tenemos suficiente energía eléctrica. No han causado problemas." En ese momento un grupo de jóvenes se nos unió a la sombra de los árboles y el de la túnica se transfiguró en otra persona.

"Los estadunidenses sacaron a rastras a un hombre de su casa y lo arrojaron a un camión; uno le puso el pie en la espalda -¡qué humillación!- y luego se fueron. Los estadunidenses se comportan como bárbaros."

Pude ver lo que ocurría. Mi informante era observado por los dos pistoleros encapuchados que trabajaban para los estadunidenses y también por hombres que, si no eran miembros de la resistencia, sin duda estaban de acuerdo con él. Vi que uno rompía el folleto de los soldados.

Así pues, el iraquí tenía dos caras. Se mostraba amistoso con los estadunidenses y los detestaba. Hablaba de la cortesía de los soldados y también de su rudeza, todo en el lapso de 30 segundos.

En Al Adil no es difícil que un iraquí adopte tal esquizofrenia.

Es una enfermedad nacional.

Había un sargento de la división aerotransportada oyendo todo, sin entender pero contento de hablar con el inglés que traía la mochila escolar. No pudo evitar reírse cuando le pregunté si alguno de sus hombres escribía poemas de guerra. "No creo que mis muchachos del cuerpo de ingenieros se dediquen a esas cosas", me dijo, incrédulo. Se equivocaba: varios lo hacen. Pero quería que hablara con el comandante de su compañía, a quien encontré en la calle siguiente, saliendo de un Humvee que llevaba una gran bandera estadunidense sobre el parabrisas.

El capitán Joseph Eskindo era un hombre brillante que se expresaba muy bien -gracias a Dios los oficiales estadunidenses de menor rango son mucho más abiertos que sus generales- y tenía ganas de hablar. "Hemos tenido algunos ataques contra la policía iraquí", dijo. "Se las están viendo más duras que nosotros. A uno lo mataron aquí cerca y queremos encontrar a quienes lo hicieron." Y los enmascarados, algunos de los cuales llevaban cascos azules y overoles camuflados parecidos a los uniformes del ejército de Bangladesh, estaban de pie detrás de nosotros. "Son el Cuerpo de Defensa Civil de Irak, son locales y no quieren que los reconozcan. Los llevamos con nosotros a lugares que no son donde viven, pero siempre hay una posibilidad de que alguien los reconozca; por eso se cubren el rostro."

Y todo el tiempo entregaban folletos a todos los habitantes de las casas de Al-Adil; uno de esos impresos me llamó la atención: mostraba fotografías de una pesada ametralladora, una granada lanzada por cohetes, un cohete antitanque y una hilera de acobardados iraquíes parados frente a un muro con las manos atadas a la espalda, vigilados por un soldado estadunidense. Las "autoridades de coalición han anunciado una nueva política", proclamaba en árabe. Cualquier persona a quien se le encuentre una de esas armas "será condenada por los tribunales a entre 15 años de prisión y cadena perpetua".

¿Quién, me pregunté, podía haber producido ese folleto tan amenazador y humillante? ¿Quién en el palacio del procónsul Paul Bremer habría tenido la temeridad de imprimir esos millares de fotos perturbadoras?

Lo que representaban, la palabra que no estaba escrita en el texto, es la ocupación. También son basura. Ningún tribunal está condenando a nadie a 15 años de prisión, ya no digamos cadena perpetua. Y ninguna tal sentencia se sostendría una vez que un nuevo gobierno iraquí asuma el poder... si eso llega a ocurrir algún día.

Pregunté por el arresto del hombre enfermo y de pronto -esto ocurre mucho en Bagdad en estos días- surgió un relato muy plausible. "Es un esquizofrénico que estaba atacando a niños", explicó el capitán. "Los vecinos se quejaron con nosotros porque acababa de atrapar a un niñito y lo lanzó de cabeza a la calle. Llevamos al niño al hospital y a él lo enviamos a una estación de policía." He allí la explicación de la "barbarie" estadunidense.

Pero no lejos de ahí encontré un mensaje pintado con espray en un muro. No a mano, sino con plantilla, tal vez en mal inglés, pero hay docenas de mensajes idénticos en las paredes para el capitán Eskindo y sus hombres. "Soldados estadunidenses", dice, "váyanse a casa antes de que sean un cuerpo en una bolsa negra, y luego arrojados en un río o un valle."

Pregunté, pues, al joven capitán si no se pregunta a veces, conociendo la cuota mortal diaria en las tropas de su país, si no le llegará el turno un día. "Supongo que no pienso mucho en ello", responde, y luego piensa un momento. "Sí, claro, hay veces en que salgo de la base en la mañana y me pregunto: '¿será mi turno?'"

De pronto se nos acerca un anciano que viste una túnica azul y lleva un garrote. Dice al intérprete que en esa misma calle hay un viejo dirigente baazista que tiene dos guardias en su casa.

"Pregúntale la dirección y después regresaremos a verificarlo", ordena el capitán.

Observo alejarse al anciano bajo los árboles y me doy cuenta de que acaba de llevar a cabo una acción típica de todas las ocupaciones.

De hecho, acaba de hacer lo que se esperaba de él en tiempos de Saddam Hussein.

Acaba de traicionar a su vecino.



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