"¿Qué les hemos hecho?"
La familia Abed al Nabe quedó el miércoles rota para siempre. El misil que impactó en su casa en el campo de refugiados de Yabalia se llevó por delante a Qasem, de 6 años, a Basem, de 11, y a su tío Sadam, de 17. EL PERIÓDICO les ha seguido la pista para radiografiar su dramática situación, común a otras familias diezmadas por las bombas israelís en la franja de Gaza.
• Protegerse de las bombas es desde hace 22 días la principal preocupación de familias como la de Abed al Nabe, especialmente si los ataques del Ejército israelí han causado ya varios muertos de tu propia sangre, niños todavía
EL PERIÓDICO publicó el jueves 15 en portada la fotografía distribuida por la agencia Efe de estos dos niños, desgarrados en el funeral de sus hermanos, dos de los 410 menores muertos en la ofensiva israelí. Ayer, dos días después, los pequeños volvían a huir de las bombas.
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Campo de refugiados de Yabalia. Gaza. Una de la tarde de ayer. "Rápido, pregunta que la gente está huyendo y van a bombardear", grita la voz de un periodista palestino al otro lado del teléfono. Por el auricular retumba el zumbido de abejorro de los aviones no pilotados y el arrogante aleteo de licuadora de los helicópteros Apache. Están encima. Parece que van a disparar. La familia Abed al Nabe ha salido a la calle. Son una veintena de niños, algunas mujeres y el patriarca. Corren despavoridos entre gritos de pánico y lloriqueos.
El pasado miércoles un misil israelí destrozó a esta familia. Mató a los hermanos Qasem, de 6 años, y Basem, de 11, y a su tío Sadam, de 17. "Estábamos sentados en la puerta de casa bebiendo té. Sadam fue a limpiar los vasos en la parte de atrás. Oímos una explosión. Corrí a ver lo que había pasado y me encontré a mi hijo y a mis dos sobrinos partidos en pedazos", recuerda el patriarca, Jamil Abed al Nabe, en su huida. Tres días después, el terror vuelve. Al fondo se oye una explosión y como la onda expansiva arrastra las piedras.
"Safuat, ¡al carajo!, olvida la entrevista, poneros a resguardo", le digo al colega palestino. Safuat Kahlut es el periodista que ha ido a hacer la entrevista para este diario. Y se convierte en rocambolesca porque Israel ha decidido que ningún periodista extranjero presencie lo que sucede, lo que hace, como bombardear. Yo pregunto desde Jerusalén y él transmite las preguntas. Es el precio que tiene la decisión de Israel de vetar a la prensa extranjera la entrada en Gaza para controlar la información. "¿Sois como Zimbabue?", le espetó el viernes en Washington una periodista a la ministra de Exteriores israelí, Tzipi Livni.
Los ojos del mundo
Safuat no quiere dejarlo. Sus ojos son ahora los ojos del mundo. "Estamos bien, no te preocupes", replica. La carrera de los Abed al Nabe se acelera. Arrastran bolsas con comida y ropa interior. Se dirigen a casa del hermano de Jamil, a pocos metros de la suya. La huida ha sido precipitada y no han cogido ni las joyas ni los documentos de identidad. Un vecino les ha avisado del inminente bombardeo de un huerto junto a su casa. "Lo hemos dejado todo. Solo me importa salvar nuestras almas", explica Jamil sin aliento. Los aviones de guerra siguen en el cielo.
Junto a su casa se pueden ver los efectos de la guerra. Un misil ha aplastado el edificio de tres pisos de su vecino. Enfrente está el cementerio. "Cuando he llegado --relata Safuat-- había gente abriendo las tumbas para meter dentro nuevos cadáveres porque ya no queda espacio para enterrar a los muertos". La noche anterior, la madre de Qasem y Basem quiso velar a sus pequeños, apoyada en sus tumbas. Pero escuchó las explosiones y tuvo que regresar a casa.
Israel ha mejorado su promedio. En el Líbano mató a 1.200 personas, la mayoría civiles, en 34 días de guerra. En Gaza ha superado esta cifra en 22 jornadas. A esto se le llama poder de disuasión. Del lado israelí han muerto 3 civiles y 10 soldados. Jamal rompe a llorar. "¿Qué les hemos hecho nosotros a los israelís? ¿Acaso mi hijo y mis sobrinos cometieron algún crimen? Nos están ejecutando como si fuéramos ganado". Su familia fue expulsada a Gaza en 1948 desde Simsem, pueblo vecino a Ashkelon, hoy Israel.
Este corresponsal solo pudo hablar con ellos por teléfono porque Israel prohíbe la entrada de la prensa en la franja. Un periodista palestino hizo de mediador tras localizarlos.
Ocurrió después de que David Ben Gurion, el padre del Estado sionista, abordara en su diario la cuestión árabe. "Son necesarias reacciones crueles y poderosas. Si conocemos a la familia, debemos golpearles sin piedad, a las mujeres y los niños incluidos. De otro modo la reacción será insuficiente. No es necesario distinguir entre culpables e inocentes", escribió el 1 de enero de 1948.
Parece el relato de lo que ocurre hoy, pero no siempre fue necesariamente así. Jamil, que supera el medio siglo, recuerda que tras la invasión de la guerra de los Seis Días (1967), los militares israelís trasladaron a los civiles a descampados para evitar muertes inocentes. "Si no les disparabas, ellos no te tocaban", afirma. Esa contienda avivó la megalomanía de Israel.
El fundamentalismo religioso, tan arraigado en Israel como en los territorios palestinos, irrumpió en el discurso político israelí. Desde entonces, el Estado ocupa Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este. En los mapas de los colegios y la prensa esta división no existe y menos en la calle. Israel controla hasta en el más mínimo detalle la vida de cuatro millones de palestinos y les roba tierras.
Los palestinos han recurrido a toda clase de estrategias, desde la protesta cívica al terrorismo más brutal, para reclamar sus derechos. Pero ahí siguen, sometidos y huyendo de los aviones. Al fondo, más lejos, suena otra explosión. Le preguntamos a Jamil por Hamás. "¿Hamás? La comunidad internacional sigue aparentando ceguera. La raíz del problema es la ocupación y esta ha continuado con Hamás o sin Hamás. Ellos dejaron de tirar cohetes durante la tregua, pero Israel no abrió las fronteras. Estamos cansado de excusas".
Los tres años de bloqueo, impuesto tras la victoria electoral de los islamistas, han sido una tortura para su familia. "Pasamos de vivir cómodamente a hacerlo como una familia pobre", cuenta Jamil, padre de 14 hijos. Dejó de entrar la madera con la que fabrica cajas para la fruta, pero también cemento o bolígrafos, libros o zapatillas. La economía se derrumbó. Jamal dejó de comprar carne y pescado. Desde hace cuatro meses no tiene butano ni electricidad. Desde el comienzo de esta guerra, para calentar a su prole quema las cajas con las que se gana la vida.
Jamil se detiene. "Han dejado de pasar los aviones, estoy ya más tranquilo". ¿Qué espera del futuro?, le preguntamos. "Tardaremos muchos años en reconstruir Gaza, pero lo más difícil será curar el trauma psicológico". Todos sus hijos, dice, vuelven a mearse en la cama.
En Jerusalén, a una hora en coche de Gaza, es día de descanso: sabat. Todo está tranquilo. Los cohetes palestinos han aumentado su radio hasta casi 50 kilómetros. Caen en Sderot o en Bersheba, pero Jerusalén es un remanso de paz. Familias elegantes se dirigen a la sinagoga ajenas a los gritos, los bombardeos y el terror de la franja. Es como si Gaza, como fabuló un día Yitzhak Rabin, se hubiera hundido en el mar.
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