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Colombia o el mito del Sísifo

Roberto, Jeudi, Mai 30, 2002 - 09:54

Augusto Zamora R.

El Nuevo Diario, Nicaragua

Entre 1948 y este año 2002 el mundo se ha transformado radicalmente. Tantos cambios que es exceso referirlos. Colombia, no obstante, permanece varada en las secuelas del «bogotazo». La explosión social que provocó el asesinato del líder sindical Jorge Eliécer Gaitán en abril de 1948, mientras en Bogotá se reunían los ministros de Exteriores para crear la Organización de Estados Americanos (OEA).

Gaitán había sido el primero en denunciar la matanza por el Ejército de 1.600 trabajadores de la United Fruit, en 1928, que se había intentado borrar de la historia. Este episodio fue recogido por García Márquez en Cien años de soledad. Desde entonces, la violencia en Colombia se ha convertido en mal crónico, negocio millonario y en una forma de hacer y entender la política.

De las huestes liberales, con más de un siglo en guerra con las conservadoras, surgió Manuel Marulanda, «Tirofijo», fundador de las FARC, en la guerra de guerrillas más antigua. En un país que, desde la independencia, es gobernado por la misma oligarquía, como corrobora la repetición de apellidos, que una y otra vez se turnan en la presidencia del país y en ministerios, bancos o periódicos.

De allí que, desde la independencia, las estructuras económicas y sociales hayan experimentado escasos cambios y la historia nacional sea una sucesión de guerras civiles, estallidos sociales y matanzas. Que el latifundismo de origen colonial siga siendo la norma frente a las masas campesinas desheredadas y que, como resultado de esta anacrónica y atroz desigualdad, 33 de los 40 millones de colombianos vivan en la pobreza, en tanto una minoría opulenta actúa como fuerza de ocupación. Colombia repite este cuadro tan latinoamericano con un hecho diferencial. La violencia estructural propia de las sociedades duales tiene, aquí, carta de naturaleza y lo que se presenta y parece un conflicto irracional entre guerrilla, Estado, narcotraficantes y paramilitares, es, en realidad, una guerra social brutal e implacable de ricos contra pobres, de pobres contra ricos, de la oligarquía contra quienes intentan introducir cambios en la distribución de la tierra y la riqueza. Una guerra que se ensaña a diario con el sector más abandonado y vulnerable de todos: el rural.

Es preciso entender este punto para explicarse la violencia de décadas en Colombia y lo que está en juego en las presentes elecciones presidenciales. Una violencia que está enquistada en la cultura política del país, donde el asesinato del adversario adquirió carta naturaleza desde los años 50, convirtiéndose en medio de resolver los odios entre sectores y partidos.

Los hacendados inventaron las bandas de matones que, andando el tiempo, se convirtieron en grupos paramilitares. Hoy como ayer, estos escuadrones de la muerte tiñen de color político las campañas de terror para mantener oprimido al campesinado o bien expulsarlo de sus tierras en beneficio de latifundistas o empresas extranjeras. Según ACNUR, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), los paramilitares, son responsables del 71% de los desplazamientos de población. Desde 1985, se han contabilizado dos millones de desplazamientos forzosos, aunque que esta cantidad sería inferior a la real.

La desconfianza de la guerrilla hacia un eventual acuerdo de paz y a su desarme (exigencia fundamental de Pastrana) tiene razones justificadas. En Colombia, desde 1950, todos aquellos que han aceptado firmar la paz con el gobierno y desarmarse han sido asesinados. Asesinado cayó Guadalupe Salcedo, el primero en creer en las ofertas gubernamentales en 1950. Asesinado fue Toledo Plata, el primero del M-19 en acogerse a iguales promesas. Asesinado fue su compañero, Carlos Pizarro, y asesinado cayó Óscar Calvo, del EPL. Pero nada ilustra mejor esta secuencia de crímenes que la suerte del M-19, convertido luego en Unión Patriótica. La UP, creada en 1985 como alternativa democrática de izquierda, fue, literalmente, aniquilada. Dos de sus candidatos presidenciales fueron asesinados (Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa en 1987), además de 7 congresistas, 13 diputados, 11 alcaldes, 69 concejales y más de 4.500 militantes. La UP fue extinguida. La Policía nunca aclaró los crímenes ni nadie ha sido juzgado o condenado.

En el año 2001, 125 sindicalistas fueron asesinados. En los últimos diez años, más de 1.500 dirigentes sindicales han perecido. Por casualidades de la vida, gran parte de los asesinados trabajaban en empresas transnacionales. El reciente asesinato del arzobispo de Cali, monseñor Isaías Duarte, atribuido a las AUC, se inscribe en esta línea de horror.

Según denuncia Human Rights Watchs, las AUC son llamadas la «Sexta División». El Ejército colombiano dispone de cinco divisiones. Los paramilitares forman la sexta. Con esa denominación quiere los afectados describir la estrecha relación que existe entre paramilitares y Fuerzas Armadas, que un funcionario municipal llega a calificar de «matrimonio».

En su relación más descarada y sangrienta, ambos grupos actúan de forma coordinada, intercambiando y compartiendo información, combatientes y vehículos, incluyendo camiones del Ejército, medios de comunicación y dinero, pues es público que jefes militares reciben pagos de las AUC a cambio de apoyo y encubrimiento. Los paramilitares se encargan del trabajo más sucio. Operaciones de limpieza, ejecuciones sumarias, secuestros, desapariciones, torturas. Según denunció el candidato liberal, Horacio Serpa, las AUC han hecho campaña a favor de



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