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Critica de Rozitchner a la confesion de Del Barco (Argentina)Eduardo R. Saguier, Dimanche, Septembre 3, 2006 - 12:35
León Rozitchner
Ese ocultamiento de estos últimos veinte años significó que el pensamiento que pensaron desde entonces, ese pensamiento pensara siempre sobre fondo de una obscuridad, de un vacío, de un dolor que de tan profundo y por eso mismo quizás no asumido, nuestra sociedad y las generaciones que nos sucedieron -incluyendo allí a nuestros propios hijos- no pudieran entender de qué se trataba, aunque sintieran que algo oscuro, indescifrable, les habían dejado atrás sus propios padres como herencia. Nuestros hijos salieron a caminar juntos aunque solitarios, aureolados también ellos del horror que heredaban, ese suelo estragado y cenagoso en el que debían chapalear como si nada de tenebroso los salpicara. Las ideas, cuando se hacen puras, es porque perdieron su alimento en la tierra, pero sabemos que era difícil hacerlo desde una tierra regada con sangre de amigos a quienes amábamos tanto. En ese camino que emprendían las generaciones nuevas se adensaban y fermentaban las miasmas de lo que encubríamos de nuestro propio pasado y que, conteniendo el propio pavor que debió rozarnos al menos al retorno, se les ofrecía a ellos en cambio como si fuera un camino al fin transitable y alisado por la democracia. Pero sobre todos ellos revoloteaban, y asedian aún, los fantasmas. (...) Primero hay que saber vivir por León Rozitchner El Ojo Mocho, n.20, agosto 2006 "Queridos hijitos, su papá poco sabe de ustedes Hijitos míos, no hay que ponerse tristes Paco Urondo: "Hoy un juramento". Por fin una parte de la intelectualidad argentina pudo reunirse en la virtualidad de los textos que circulan por el aire, donde varias generaciones simultáneamente se dieron cita en sus respuestas, para plantear sobre todo el problema que atañe a los fundamentos donde converge ineludiblemente lo histórico, lo subjetivo y la reflexión crítica. Punto de partida éste, hasta ahora siempre eludido: el problema de la muerte que viene dada por la mano del hombre. Este planteo incluye el compromiso y la responsabilidad que se había eludido en la teoría -como si la propia experiencia vivida no la determinara. Buen momento para demostrar que el sujeto es núcleo de verdad histórica: mostrar qué se necesita para contribuir a pensarla. La carta de Del Barco conglomera la totalidad de los sentidos en lo que él denomina su "grito" donde lo teórico y lo apasionado, antes separados, por fin intentan integrarse. Enhorabuena. Mas bien sería la ocasión para discutir uno a uno por separado cada texto, sobre temas y problemas antes silenciados, para descubrir al fin -cuando se los reúne en una sola mirada que los integra a todos- que estamos encontrando un punto de partida para pensarnos de nuevo. Pero, como no podía ser menos, cada uno lleva agua para su molino, sangre para su propio cuerpo, más bien para abonar (o para hacer que germine) la generosidad o la avaricia de su carne y de sus huesos, porque en última instancia de eso se trata: de la propia "salvación", quiero decir de la propia coherencia defendida a ultranza. ¿Cómo partir entonces del "no matarás" que nos propone la carta, considerado como principio metafísico, sin remitirnos también al texto que encabeza la entrevista a Jouvé donde se describen las circunstancias históricas que dieron qué pensar a Del Barco? Parecería que el texto de Jouvé, en la parábola que describe, luego de leer la carta es sólo un punto de partida pero no de llegada. Después de leerla, convendría volver a Jouvé para salvar distancias. Si se trata del "no matarás", considerado como un principio inmanente ¿no convendría comenzar retomando la cita que abre la entrevista a Jouvé, para comprender la realidad que lo trasgrede? ¿No conviene partir entonces primero del texto que conmovió a Del Barco? La guerrilla y la muerte Ciro Bustos le relata a Jon Lee Anderson el primer encuentro del grupo inicial del EGP con el Che Guevara: "Lo primero que nos dijo fue: "Bueno, aquí están; ustedes aceptaron unirse a e "Lo primero que nos dijo fue: "Bueno, aquí están; ustedes aceptaron unirse a esto y ahora tenemos que preparar todo, pero a partir de ahora consideren que están muertos. Aquí la única certeza es la muerte; tal vez algunos sobrevivan, pero consideren que a partir de ahora viven de prestado." El Che expresaría así el "trauma de nacimiento" de la guerrilla argentina, modelo del hombre nuevo, análogo al que O. Rank describe en el origen de la vida individual como "trauma del nacimiento" del niño: la única certeza de ambos nacimientos, siendo como son de vida, sería sin embargo de muerte. No se si esas fueron en verdad las palabras del Che. Pero es forzoso partir de ellas porque son las que los editores de la revista han utilizado para ponerlas al comienzo de la narración que Jouvé nos hace. En todo caso serían las más opuestas al imperioso "no matarás" que Del Barco declara. ¿Quién puede desbaratar ese mandamiento si no es aquél que puede aceptar la muerte sobre sí mismo: aquél que está dispuesto a negarlo porque está también dispuesto a recibirla? ¿Estamos seguros de que el combatiente busca sólo la muerte, como si fuera Cristo, y no es el amor a la vida lo que lo mueve? ¿No será esa la mirada de los que miran siempre, sin riesgo, desde afuera? La cita tiene dos momentos. Primero el pacto entre compañeros que los llevó a estar juntos: "Bueno, aquí están: ustedes aceptaron unirse a esto y ahora tenemos que preparar todo", y de pronto una advertencia que el jefe agrega como viniendo de su propia sabiduría: " pero a partir de ahora consideren que están muertos". Más allá de que fueran ciertas esas palabras, y de que algunos concluyan entonces que un guerrillero en armas no tiene otra perspectiva que ser muerto ¿puede pensarse ese principio donde se afirma el valor irreductible y absoluto de la vida que Levinas lee en el rostro del otro, sin incluirlo en el carácter relativo a la historia que lo narra, sin agregarle algo que al mandamiento le falta? Las palabras que se le atribuyen a Ernesto Guevara implicaba una toma de partido clara: o privilegiar el valor de la vida del sujeto, que es uno de los extremos de todo planteo político, o aceptar su sacrificio en aras de la sociedad nueva, incluyendo la entrega de su vida, que es su extremo opuesto (pero siempre dentro de un proyecto de transformación política). Esto me lleva a pensar en la experiencia de ese tránsito de lo individual a lo colectivo que vivió un amigo entrañable en quien pienso al escribir esto, muerto en un enfrentamiento desigual, cuando al salir de la cárcel de Devoto esa noche en la que todas las ventanas ardían ( presidencia Cámpora) me confesó: "allí me di cuenta que la muerte individual no existe, que la vida verdadera es la de la sociedad, no la de uno mismo". La experiencia colectiva guerrillera había subsumido el valor de su vida personal y le daba un nuevo sentido que se seguía apoyando en el valor de la vida. Estamos distantes y podemos pensarlo. En la cita que dan como suya el Che les advierte y al mismo tiempo es como si los desafiara con la misma desmesura que lo convirtió en héroe: casi no habrá sobrevivientes, ya están (estamos) muertos. No se trataba sólo de un riesgo grande: era la certidumbre anticipada de no escapar con vida. Es el horizonte que se les abre en el momento en que van a iniciar la lucha, cuando dan el gran paso. Esta compromiso de la vida con la muerte que el Che habría expuesto también aparecerá, extendido, como exigencia ante cualquier deserción: el jefe, Masetti, determinará el destino de muertos-vivos en suspenso. Los fusilamientos que ordenará están contenidos como una conclusión que él cree lógica de esa premisa mortífera y realista: como el jefe es el que más osó, y quedó con vida, puede desde allí demandarles que ofrezcan la propia como él lo sigue haciendo con la suya. La ley y su cumplimiento coinciden primero en el mismo sujeto que la impone: autoridad y sometimiento son uno en él mismo. La ley de quien les propone una lucha que culminaría en la muerte tendría en el jefe su fundamento ético irrefutable: enuncia la ley pero también se somete a ella. Este "pero" en las palabras atribuidas al Che Guevara marcaría en los jóvenes combatientes de Taco Ralo el pasaje de la fantasía a la realidad: de la fantasía idealizada de la guerrilla vencedora en Sierra Maestra o en Santa Clara del Mar como fondo, y la cruda realidad de la que él mismo les advierte en nuestros desolados países una vez que abandona Cuba para terminar su vida como guerrillero heroico. El asesinato subsecuente de ambos compañeros ordenado por Masetti lo muestra: ellos ponían al descubierto en sus conductas y ponían en acto con su desborde la insoportable negación de la vida que se les imponía cuando adquieren la certidumbre de su fracaso. (También como dos extremos: uno, Pupi (Adolfo Rotblat), "quebrado" [quebrado quería decir que la identidad entre fantasía y cruda realidad se había roto] al dejar rastros para que los descubrieran y quizás así salvarse de la muerte al entregarse; el otro, empleado bancario (Bernardo Groswald), claramente excedido, caso "psiquiátrico", enloquecido y aterrado). Y fueron juzgados con la férrea contundencia de Masetti quien, guiados por esa lógica, debía demostrar en los hechos, al ordenar los asesinatos, que era la suya la única ley vigente. Jouvé, al comienzo situado en el otro extremo, es el corazón sensible que afirma la posición contraria. Pero no se inscribe en el "no matarás" abstracto: sigue siendo guerrillero, no abandona la lucha. Al oponerse a Masetti quiere llevarlo a aceptar, ante esta situación inesperada, que la guerrilla no está reñida con la vida de los compañeros, que la muerte prometida para cada uno de ellos vendría sólo desde afuera, de las fuerzas enemigas, pero no de adentro de ellos mismos. Asumir la propia muerte es un riesgo que se refiere a la contundencia asesina del enemigo, no a la propia ejercida sobre los propios compañeros. Entonces Masetti, jefe implacable, ve el peligro y borrado todo límite quiere obligarlo a que sea él mismo entonces, por oponerse, quien ejecute a Rodolfo Rotblat, que renuncie a su juicio sensiblero y se sitúe en uno solo de los dos extremos: "bueno, entonces vas a ser vos el que le de un tiro en la frente". Sólo con esa advertencia se completa y unifica lo externo con los interno, lo subjetivo con lo objetivo, en una sola ley común que abarca para Masetti los dos extremos de la vida guerrillera. El asesinato de los compañeros, que borra los límites entre amigos y enemigos, se ha convertido en símbolo de la obediencia debida y de la eficacia. Esas vidas suprimidas eran sin embargo el índice más cierto, en su defección, que anticipaba la verdad de la empresa alucinada en la que estaban sumergidos: anunciaba su fracaso. Y esto aún cuando hubieran triunfado. Allí, en esa tragedia desolada e inicua se encuentra al mismo tiempo expresada toda la tragedia del pensamiento y de la acción de esa izquierda sin sujeto. Sólo después de casi cuarenta años esa izquierda, que no pudo ni supo ni quiso escuchar a más nadie, con la carta de Del Barco, recién ahora asume la dimensión trágica de su propia existencia actual presente en su pasado. La narración del fusilamiento escenifica, en una síntesis desgarradora, la tragedia de la violencia en la política de ese grupo de izquierda. Al ampliarse y ser tomada como símbolo de toda violencia política, al abarcar todo el escenario histórico, Del Barco nos quiere dar una visión completa de la concepción de la violencia en los enfrentamientos sociales. La guerra, que no era más que el recurso a la violencia extrema como medio de la política, se transformó de medio en fín: en aniquilamiento sin tregua -pero también hacia sí mismos. Esta concepción de la política y de la guerra -que Clausewitz expuso, y que tanto Marx y Engels como Lenin conocían- que movilizó a la guerrilla argentina, es una concepción estrictamente de derecha, ofensiva, pero ejecutada sin misericordia ahora en el seno de la izquierda. Esta reducción que homogeiniza a la violencia olvida que la violencia de los que se rebelan contra quienes los someten es una acción violenta contra la violencia instalada como sistema en las relaciones sociales: que es una contra-violencia cuya lógica y cualidad es radicalmente diferente a la otra: la de quienes primero la habían impuesto. Donde en una, la de quienes se defienden, domina y prevalece siempre el valor de la vida y de la población mayoritaria, mientras que en la otra concepción, la de quienes la ejercen para dominar socialmente, la vida individual y colectiva es desdeñada y utilizada para el objetivo primero de su ambición devastadora. Si en la guerrilla se tiene en cuenta las condiciones físicas de cada guerrillero, y el más lento en su movimiento determina la velocidad del grupo, ¿cómo la apreciación constante de la percepción que cada uno de los guerrilleros tiene de la realidad que enfrentan juntos no estaría presente para determinar en cada caso el "valor moral" (Clausewitz) que unifica al grupo y le confiere esa fuerza de cualidad diferente: percibir en cada combatiente su existencia personal intransferible? Esa cualidad diferente de la contra-violencia construye la "moral" del grupo. El pensamiento político, que debía haber reflexionado sobre las condiciones de su eficacia en la lucha colectiva, había sido suplantado por las consignas guerreras del triunfalismo armado. Las categorías de la guerra de derecha, que en nuestro país habían sido expandidas por el militar Perón en su libro sobre la guerra y en sus disertaciones gremiales y políticas a sindicalistas y obreros, limitaron el pensamiento de los intelectuales que debían pensarlas desde el peronismo y luego desde el foquismo o con la esperanza del pueblo en armas. Por eso Jouvé nos dice que "para casi todos la política [no la guerra] era algo del otro lado, era de burgueses". Por eso lo colectivo que debía ser movilizado desaparece como verificador y creador del sentido de la propuesta política: en nuestro país al menos el pueblo los dejó solos en el enfrentamiento que la fantasía de la izquierda, apoyada en la estela de la que también llamaron revolución popular peronista, vivía como soporte colectivo de su lucha. La descripción de Jouve marca claramente esta limitación que se sintetizaba y se extremaba en el colectivo guerrillero, que nos servirá para ponerla en relación con el grito de Del Barco. Cuando Jouvé enfrenta la orden de su jefe, Masetti, y se opone a que maten a su compañero, y sólo se rinde ante la amenaza que lo obligaría a ser él mismo quien deba meterle un tiro en la frente, en esta descripción delata esa responsabilidad que, si bien los envolvió a todos ellos, fue diferente según la posición que asumieron frente al crimen. ¿Cuáles son las condiciones para que allí el "no matarás" pueda imponerse? Allí están expresadas las condiciones que en la realidad contundente pone de relieve su fracaso para salvarles la vida. Cuando el sadismo de Masetti quiere ordenarle a Jouvé que él mismo se convierta en asesino, sabe que ese es el desafío y el límite a la ley que Jouvé le plantea: el fusilamiento era un hecho miserable y convertiría en asesino aún al que se negaba a serlo. El asesino debe comenzar por crear un grupo de asesinos cómplices. La responsabilidad de Jouvé queda limitada por las condiciones reales e históricas de la situación que enfrenta: Jouvé no es culpable. El formaba parte de los veinte muchachos que toleraron y ejecutaron el hecho, y cuyas caras, luego de obedecer la orden de Masetti, nos dice, "ya no fueron las mismas". La responsabilidad de la muerte recae sobre el grupo que no enfrentó a su jefe. Jouvé quiso enfrentarlo y se quedó solo. Es la obediencia debida real de toda organización armada sometida al poder del Uno. Ese es el problema: no el acto de repetir ahora el sentimiento culpable en un actino-out que lo amplifica, sino de saber cómo el sentimiento del valor de la vida del otro, que estaba presente y era sentido en algunos de sus militantes, no tuvo eficacia en la política de los veinte guerrilleros. Algo debe pasar entonces en ese mismo sentimiento de respeto por la vida del otro que carece de eficacia para mantenerse como deseo a ultranza. Lo que expone ahora Del Barco fue asumido y dicho por Jouvé: no necesitaba que allí donde él nos lo cuenta la tragedia otro deba amplificar el grito para darle trascendencia. Y que al mismo tiempo lo despoje de toda la densidad y la riqueza que la narración aporta para comprender del desvío de la violencia en la guerrilla -y en la política sin más. De todo eso, en Del Barco no queda nada. Porque Jouvé, al oponerse al asesinato de sus compañeros no condena toda violencia sino esa violencia. Por eso no concluye en el "no matarás" como mandamiento. ¿Qué le agrega en cambio Del Barco? Lo que hace es universalizar la culpa apoyándose en la que ya Jouvé confiesa. Bis in idem, más de lo mismo. Jouvé no se golpea el pecho por la culpa que sí ha sentido y sobre todo sufrido en la máxima cercanía con el hecho: no nos pide que lo acompañemos en su sentimiento como las lloronas profesionales de las velorios antiguos. Querer reemplazarlo en su lugar del dolor -"sentí como si hubieran matado a mi hijo", dice Del Barco, siempre el "como si"- sin haber sufrido sus vicisitudes -horribles torturas, hambre extremo, hablar con su amigo durante cuatro largas horas mientras agonizaba destrozado en sus brazos, haberse opuesto a los fusilamientos frente a un Masetti que, por el poder de jefe que detentaba, amenaza con obligarle a hacerle hacer a Jouve lo que éste denuncia como el hecho más horrible; haber estado presente cuando fusilaban al otro que había defendido; haber pasado largos años en la cárcel despreciado por los compañeros que lo marcaban como quebrado, haber sostenido dignamente como preso sus propios valores ante el Gral. Alzogaray que lo tenía cautivo y a su merced, y quería comprender en su conducta de joven esclarecido y culto a la de su propio hijo luego asesinado por sus pares- ese lugar ajeno nadie puede pretender ocuparlo y menos suplirlo con una escena imaginaria. Desde allí Jouvé nos confiesa más adelante, íntegro y sin estridencia: "No sabemos para donde vamos". Aquí, en ese relato de Jouvé, ya está todo lo que debía ser pensado: el problema del sacrificio de la vida, del camino armado que los dejaba solos, y por lo tanto el de la nueva concepción de la política que se descubría desde esa experiencia. El foco armado, por la estructura militar del mando, la sumisión al jefe y la aceptación de la muerte como necesaria, -lo cual significa que no va lo uno sin lo otro; el descubrimiento de la delación y la falta de apoyo de las masas peronistas, y el abandono de las masas obreras y por lo tanto la verificación de los límites de la política armada y de sus obstáculos. Cuando nos piden la vida y que nos demos por muertos, ya el otro desaparece como otro porque uno a desaparecido para sí mismo: no hay planteos metafísicos que los resuciten. Quedamos sometidos al posible delirio de la exaltación del jefe y a su fantasía cuando depositamos en sus manos nuestras vidas. Y por último Jouvé descubre, pero mucho más tarde, al término de esa experiencia, que sólo el pueblo en la calle puede echar abajo a los gobiernos, y que la izquierda rechaza hasta la espontaneidad creadora de las asambleas que no se ajustan a los discursos: que la izquierda los espantan. El único que en definitiva tuvo el apoyo popular fue Perón, por derecha, y no los partidos obreristas, por izquierda. El libro de Santucho le hubiera permitido a Del Barco comprender qué significa la crítica sobre su propio pasado. Y la conclusión final que es la que habría que pensar juntos: "no sabemos para dónde vamos". ¿Lo sabemos acaso, ahora, nosotros? ¿Su pregunta no sigue siendo la nuestra? Desandando el camino Pero si partiendo de este no saber hacia donde vamos Del Barco quisiera darle una respuesta, toda una densidad de vida los separa: ese testimonio, en sordina, sobrio y pudoroso, inaugura una pregunta que su respuesta, quizás ya en estado de gracia, ignora y deja de lado. La reduce a una abstracción de la cual queda expulsado todo el contenido histórico, personal y social, que da sentido a la pregunta que Jouvé se hace. Ese es el desafío al que hay que ponerle palabras y conceptos. Por eso me sorprende este desplazamiento, tan significativo, desde Jouvé hasta Del Barco que algunos han hecho: nos quedamos sólo con Del Barco, que habló sin que nadie lo pidiera, como dejamos solo a Jouvé que nos narró su historia porque otros sí se lo pidieron. ¿Estaremos haciendo lo mismo que hicieron sus veinte compañeros en el monte? Jouvé no acude a un ejemplo imaginario para sentir el horror directo. Asumió la experiencia después de vivirla hasta el extremo límite de su entrega, su valentía, su amor por la vida, su credulidad, su buena fe: su inocencia. Con quien intercambió con del Barco en el 73-74, sin que a éste, al parecer, se le filtrara la responsabilidad y la duda luego de escucharlo. De esos encuentros que Jouvé cita, Del Barco no dice nada. Jouvé, dolorido y responsable, no se arrepiente de nada: sólo narra su experiencia y asume que le marcó la vida y al narrarla espera que su experiencia sirva de algo. Entonces aparece la carta de Del Barco y nos lleva nuevamente ante un abismo diferente: metafísico y abstracto. Del Barco transforma al afecto al que un "como si" le sirve de materia viva, convertido en abstracto, en el máximo de materialidad que un cuerpo siente, para anularlo como cuerpo histórico. Porque partiendo de lo absoluto el cuerpo sobra. Y quiere que nos conmovamos con su grito, como si en verdad hubiera llegado hasta el fondo del abismo y hubiera bebido hasta el fin su fina copa de heces. Cómo si se arrogara, una vez más, ser los que con sus ideas abren y cierran los caminos, primero los que llevan a un destino incierto al cuerpo depreciado en la guerrilla y luego a la salvación del alma en la post-metafísica, purificada de su pasado cuyo sentido total él mismo habría asumido. Lo que no se subraya es que Del Barco fue un contemporáneo de lo que allí se narra. Si su modo de pensar la realidad no le permitió advertirles que iban al muere antes de que emprendieran la aventura, y si luego del hecho tremebundo también se calla cuando podría haber planteado sus dudas durante el desarrollo, es inaudito que más de cuarenta años después lance el grito que condena a todos. Como si formáramos parte de una generación de izquierda que, en los términos en que está planteada la tragedia, aparecería toda ella como convocada por la muerte y el desprecio por el otro. Más allá del mea culpa, ¿se tradujo esta responsabilidad en la formulación acaso de una nueva concepción política donde esa relación con la muerte, que es su fundamento, haya sido incorporada y propuesta a la experiencia argentina para que ninguna política de izquierda la ignorara y ya no pueda formularse una transformación social sin tenerla en cuenta? ¿Será que, como dijo alguien, ese problema no estaba planteado en los libros que entonces se leían y que sólo aparecieron más tarde, para la generación siguiente? Por cierto que si me ocupo tanto de Del Barco es porque su grito, y quizas sus libros, se muestra como un signo importante en nuestra intelectualidad de izquierda. Para el pensamiento de la izquierda no hay salida porque no va a buscarla allí donde el fracaso los ha dejado en banda: a donde llega Jouvé luego de su derrotero. Porque la operación que Del Barco realiza sobre sí mismo, y ofrece como modelo, interesa únicamente, y por eso lo hacemos, en la medida en que es retomada como una forma de eludir la realidad de su pasado en la intelectualidad de izquierda. Vuelve a la abstracción metafísica metamorfoseada en post-metafísica sin dejar de ser metafísica, negando el espesor de realidad nueva que el fracaso le pone ahora a su alcance. Los precipita otra vez en el abismo de la culpa y de la salvación individual del alma. Esta concepción de la guerrilla no fue la que comenzó con el Granma, ni tampoco coincide con la concepción de Fidel Castro: era muy otro su contexto histórico. No sólo porque fue la que triunfara ni porque fuera la primera. El debate que Del Barco soslaya estuvo planteado en el campo de la filosofía y de la política de la izquierda desde ese entonces: desde los años sesenta. La única forma de resolver esta oposición era volver a despertar el valor irrenunciable del sujeto y convertirlo en un lugar activo: decir, por ejemplo, que el sujeto es núcleo de verdad histórica. Pero no sólo la subjetividad del jefe como único sujeto sino la subjetividad adormecida en la conciencia y el cuerpo de los militantes y de la gente del "pueblo", fuera o no peronista. Que la lucha no era incompatible con la preservación de la vida. Que más aún: la requería para alcanzar algún grado de eficacia. ¿Pero quien podía escuchar estos planteos? Dijimos que la carta de Del Barco es un signo. Y este silencio personal fue en este caso casi un santo y seña, una consigna de grupo, el de la izquierda pasada al peronismo montonero, pero tuvo un resultado que nos involucró a todos: sirvió para que no se entendiera nada de aquello que nos esperaba en ese futuro así abierto. Y al no ponerse en duda lo que se encubría - exponer a la luz del día los límites que una parte de los intelectuales argentinos había ocultado en su experiencia histórica- ya no fue posible criticar las falsas opciones políticas que desde allí se cerraban o se abrían, las metamorfosis sin razón rendida cuando se pasaba de un partido a otro, los saltos incomprensibles para ocultar el vacío que al hacerlo abrían. En otras palabras: desalentó la toma de conciencia más profunda sobre la realidad política. Porque si el dolor es tan hondo, hondo debería ser también el pensamiento. Cuando deciden ahora abrir -porque eran los dueños de un secreto- ese espacio de crisis que al fin descubren, y al mismo tiempo delimitan al prolongar ese ocultamiento - trágico pero nunca tan culpable como el crimen mismo- muestran lo que han silenciado durante más de veinte años. Cuando la verdad cae revelada por un grito como si fuera un rayo ilumina con su brillo sólo el espacio que con tanta intensidad alumbra. Pero su efecto deslumbrante paraliza: deja en la penumbra, obscurecidas, las posiciones intelectuales, teóricas, políticas y sobre todo personales que en sus tomas de posición respecto del pasado han prolongado hacia el presente. Porque ese es el otro extremo que el grito deslinda. ¿O acaso hay pensamiento impune, inocente, que no actúe también como causa activa y determinante en la vida de quienes, ya de otras generaciones, los han seguido en sus reflexiones, al menos desde la fecha de ese crimen que quedó oculto? La lechuza de Minerva argentina levantó su vuelo un atardecer muy tardío, luego de sobrevolar en círculo el campo de los desaparecidos: cuando todo ya había sido consumado. Eso es lo que debe ser pensado: qué consecuencias tiene la coherencia personal en la experiencia colectiva cuando un intelectual, que toma la palabra después que miles de atardeceres y miles de insomnios hubieran transcurrido en la extensas noches durante las cuales nuestra Minerva se quedó dormida, sin decir una palabra que alertara a los que, absortos y empavorecidos, amanecían cada mañana después de haber visto lo que vieron. Y así durante tantos años. Porque la reflexión filosofica debía levantar vuelo esa mismo atardecer en que Adolfo Rotblat y Bernardo Groswald, ambos judíos, habían sido asesinados por sus propios compañeros para reparar en el despertar del nuevo día la conciencia de lo que en el día anterior había sucedido. Para enseñarnos a comprender al menos, con el pensamiento, cuáles son los obstáculos, los desvíos, las trampas y los señuelos que los militantes deben vencer para alcanzar ese lugar subjetivo donde se asienta la eficacia personal y política. Esos vividos por Jouvé, y por los cuales se pregunta todavía. Las afinidades electivas Esa es la experiencia sobre la cual se sigue callando. El grito de Del Barco inaugura la originalidad de ese descubrimiento, el de su desventura, sólo cuando él puede pensarlo, sin darse cuenta que ese problema le preexistía y estaba planteado respecto de esas mismas precisas circunstancias históricas, no metafísicas, desde mucho antes: que el hecho de que lo descubriera tan tardíamente sólo atañe a su sensibilidad, profunda y secreta, y a lo impensable en su propio pensamiento. Y entonces nos preguntamos: si tamaña exclusión de ese núcleo fundamental del pensamiento del cual algunos intelectuales recién ahora toman conciencia -el reconocimiento del rostro del otro como absolutamente otro, Levinas mediante- no estaba presente en lo que escribían, ¿no debería inquietarles qué valor de verdad tiene entonces lo que pensaron y escribieron luego, hasta el día del grito? Y nos damos cuenta que el mea culpa no atañe al patetismo de su dolor sino a algo que se sigue escamoteando como objeto de análisis: comprender las razones que llevaron a que lo excluyeran de su pensamiento y explicarse -aunque sea para sí mismo- los motivos que se tuvo para excluir durante tantos años esto que formaba parte de su compromiso teórico y político. Estas desventuras también forma parte de la experiencia filosófica. Mejor dicho: quizás la concepción filosófica del Dios sin Dios fue pensada para justificar esa dilatada pausa en que se pensó como si algo verdadero se pensara. Porque lo que debemos comprender es cómo se diluyen y se tornan semejantes y abstractas todas las cualidades y las personas en los hechos históricos: como en el rostro del otro se borraron las particularidades. Extraño y doloroso: es como si súbitamente con Del Barco y sus amigos, y casi diríamos ciertos sectores de la clase intelectual que le son próximos, cercanos y distantes al mismo tiempo de nosotros, despertaran del letargo temático a los espectros que los perseguían y de pronto tomaran conciencia de lo que Ricardo Foster, una generación más distante, reconoce con un dejo de inocencia cuando confiesa que esa inquietud y ese malestar sólo circulaba en las conversaciones íntimas de íntimos amigos: "Confieso, Oscar, -le escribe Foster a Del Barco- que me impactó ese pasaje a lo visible, su tremenda exposición pública y hasta mediática, de aquello susurrado en un diálogo entre amigos que se quieren", (.) "donde surgió, como una deuda no saldada entre nosotros, el espectro de los años sesenta y setenta, la sombra de la violencia, los claroscuros de la revolución y, junto a ello, la cuestión, que se ha vuelto crucial a partir de lo suscitado por tu carta-pública, del "no matarás" (id.). "Porque nunca dejamos, (.) de ponernos en juego (..) cuando el punto de la conversación se centraba en ese pasado que regresaba con sus propios e intransferibles reclamos, reclamos que, en cada uno, abría hacia algo personal (.) no siempre comunicables ni compartibles". La verdad callada hacia el afuera circulaba sólo entre los amigos muy queridos. Que tanta distancia existía entre los amigos que se miraban a los ojos y el rostro del otro absoluto que los libros de filosofía describían. Lo cual muestra que esa exclusión en lo público sólo permitía -cuando aparecían en sus escritos para los otros- la complicidad acrítica, es decir la que ocultaba la "cuestión crucial" - "el espectro de los años sesenta y setenta"- que entre ellos se planteaba. Pero también la coherencia de sí mismos, al excluir de lo que debía ser pensado como núcleo fundamental que estaba en juego en nuestras historias: la permanencia en lo clandestino, restringido a lo privado, del pensamiento que se desplegaba hacia fuera excluyendo el asiento personal fundamental, originario, desde el cual se piensa el pensamiento. ¿Tenían pudor, quizás, de mostrarse al desnudo, como todos sentimos? Para nosotros ese silencio significó darnos cuenta de las dificultades que encontramos para participar en afanes que nos debían ser comunes. Viviendo en este mismo mundo en realidad habitábamos otro mundo, separados por esa incomprensión fundamental que había decidido excluirse, y excluirnos por lo tanto, del estado público y del diálogo. ¿Cómo iban a considerar amigos a quienes no participaban de ese pacto de silencio público? Ni siquiera se trataba de un diálogo de sordos: era el pensamiento mismo, que sin embargo seguía hablando en nombre de la verdad, el que se había obscurecido cuando escribían. Muchos deben preguntarse entonces, aunque sea exagerado: ¿qué verdad podía expresar lo que escribían si ese núcleo primero que el grito recién denuncia permanecía obturado? ¿Habría entonces que volver a leer sus escritos y descifrarlos a partir del grito como nueva clave, encubierto en sus discursos lo que en verdad debía ser pensado por ese flujo denso de palabras, ideas y conceptos a los que algo fundamental les faltaba para que adquirieran ese sentido pleno que nuestra situación histórica hubiera esperado de ellos ? Y de pronto estalla el grito y todo en su entorno se conmueve, apesumbrados por la culpa fatal de lo irremediable: entonces se produce la aletheia, la diosa de la verdad al fin queda desnuda y su resplandor los enceguece. Pero lo irremediable -insistimos- no fue únicamente la participación, grande o pequeña, vivida en los hechos del pasado. Lo fundamental es lo que se pensaba, a partir de ese momento que ya había pasado, o estaba pasando, respecto de esos asesinatos tan monstruosos que delataban hasta qué punto el "reconocimiento del otro como absoluto" había sido excluido no sólo de la experiencia de los guerrilleros perdidos en el monte sino del pensamiento de los intelectuales que habían estimulado o simpatizado con esa lucha, aún cuando no se participara de la misma corriente política o no se adhiriera a ninguna. Casi cuarenta largos e irrecuperables años -casi toda una vida- son los que se han perdido para poder pensar esta otra cosa que ahora piensan desde esa experiencia que se grabó tan hondo sin alcanzar la luminosidad de la conciencia. Pero en lo que verdaderamente importa, más allá del acto de constricción personal que les permite reparar sus vidas, consiste para nosotros en que esos hechos no asumidos quedaron congelados como núcleos duros, agujeros negros, en la conciencia colectiva. Determinaron ese pasado que para nosotros es este futuro -pasado pluscuamperfecto- que vivimos ahora. Una culpa diferente Por eso, repetimos, no es la participación en esos hechos lo que clama al cielo: primero, porque en verdad ni Del Barco ni sus amigos asesinaron a nadie (y en estricto sentido, no son asesinos seriales). La responsabilidad entonces no está referida a ese hecho ya cumplido del pasado. La responsabilidad del intelectual, si bien puede ser mortal por sus efectos, no es mortífera porque piense: es diferente y no por eso menos responsable de esa otra cosa que es, precisamente, específicamente suya. "De otra manera, también nosotros somos responsables de lo que sucedió", dice Del Barco, pero no especifica en qué consiste esa otra manera. Es eso lo que venimos planteando: fueron responsables de "otra manera", de manera intelectual, que es la manera de ser que se ha escogido para actuar jugando la coherencia entre las ideas y la vida. [Aquí también se juega la vida del otro, pero también nuestra propia vida puede correr riesgos]. La responsabilidad intelectual se sitúa entonces en otro sitio y se distingue de quienes realmente asesinaron: es diferente y específica, y tiene otro campo de sentido para explicar el crimen cuya culpa se atribuyen. De eso se trata, y no la de atribuirse los asesinatos. Más aún: creo sinceramente que si Del Barco hubiera estado en ese grupo no hubiera aceptado que esas muertes se ejecutaran. Nuestra discusión es otra y la responsabilidad distinta. Hablamos de la responsabilidad por lo que hicieron con sus pensamientos y que no coincidía quizás con sus afectos. Esa distancia es la específica de "esa otra manera" que caracteriza la coherencia de la actividad intelectual desde que el hombre se expresa con el pensamiento. Esa es la diferencia con el intelectual de derecha: éste sabe de antemano que hay -todo el pasado y el presente se los demuestra- coincidencia entre lo que sienten respecto del otro, y lo que piensan. No hay incoherencia. Eso -que cada minuto muera un niño de hambre, por ejemplo- a los hombres de derecha no les incomoda ni les hace perder el sueño: están subjetiva y objetivamente de acuerdo. Son coherentes: coincide lo que sienten con lo que piensan. Que en la izquierda haya asesinos les complace: justifican a los propios. Pero las culpas y las responsabilidades de los militantes que se jugaron la vida para cambiar las cosas, y donde muchos la perdieron, son diferentes cualitativamente, desde el punto de vista de su inscripción individual y colectiva, de los hechos monstruosos de algunos miembros, jefes sobre todo, del ERP o de los Montoneros. Porque también pienso en el valor que la vida tenía para Paco Urondo o para Diana Guerrero, y debo poner nombres para pensar en serio. No son conceptos: son figuras vivas. Cada uno de nosotros debe tener las suyas. Violencia y contra-violencia Cristo -viene al caso- distinguía dos violencias. Cuando pide que pongamos la otra mejilla claramente se refiere a la contra-violencia: no responder a la violencia recibida, y hasta ofrecerse una vez más como víctima. Pero también puede ser entendida como una astucia, como una respuesta postergada: pongo la otra mejilla mientras me tomo tiempo y me preparo para que no vuelva a sucederme; pero entonces no sería Cristo sino un mero cristiano. Más bien se refiere, en su ejemplo, a una violencia que no es de muerte: a lo sumo afecta a la dignidad herida -ahí me las den todas. Pero el problema de la lucha política es agonista: acepto que me maten o me defiendo. Es aquí, en su acepción cristiana, donde la contra-violencia es suprimida: aceptemos el martirio, nos hacemos dignos de otro mundo. Lo absoluto desdeñó lo relativo. El problema es cómo volver del otro mundo a este mundo, de la Ciudad de Dios a la ciudad de Córdoba o de Buenos Aires. Lo que plantea Del Barco se refiere a la estrategia ontológica entre esencias abstractas sobre fondo de la teología mística judeo-cristiana, la de Levinas para el caso. Deja de lado el origen de la violencia, y por lo tanto la diferencia entre la violencia y la contra-violencia, pero sobre todo la disimetría de las fuerzas enfrentadas en una situación extrema: quién aplica la violencia con vistas a someter al otro a su voluntad para explotarlo y tenerlo a su servicio, y hasta decretar su muerte, y los equipara con aquellos que se defienden para que no los aniquilen. La violencia sería sólo una. Ese hecho, así aislado por la culpa antes soportada y hoy -ya viejos- insoportable, definiría entonces a todos los hechos políticos de la izquierda y expresaría la verdad de toda la historia de esos años. Esa crítica abstracta destruye el sentido de la contra-violencia, propia de todo enfrentamiento, para asimilarla a la violencia asesina. "Si uno mata el otro también mata. Esta es la lógica criminal de la violencia", escribe Del Barco. Esa violencia asesina, fracasada en tanto se presentaba -y es igualada ahora- como contra-violencia revolucionaria, es mera violencia de derecha: privilegia la muerte sobre la vida. Pasar de la violencia de la derecha a la contra-violencia de izquierda en todos los campos sociales donde está en juego el dominio de la voluntad del hombre implica distinguir en los conceptos lo que en la realidad histórica está en juego. ¿Sólo es asesinato la violencia de muerte inmediata, a donde quedaría restringido el imperativo del "no matarás", y no la violencia morosa que carcome día a día, hora a hora, la vida de los hombres y los aniquila? Nos da vergüenza tener que decir cosas tan obvias, pero la conciencia desgarrada de antes se ha convertido en conciencia indiferente ahora. Elevada la violencia a esencia metafísica, arrasa así con los límites de todo discernimiento vital: borró toda experiencia de la verdad que circula en los hechos históricos. No hay matices: desaparecen todas las particularidades. No hay sujetos contradictorios que tuvieran ellos mismos que callar: no hay recuperación para esta culpa que convierte a todos, próximos y distantes, en seres perdidos y asesinos. Así como todos nos igualamos con Hitler, Stalin, Videla, ¿nos tendremos que igualar con Del Barco para sentirnos tan buenos, tan responsables y justos? ¿No hay acaso también violencia, y no sólo amor, en ese grito en el que algo importante sigue silenciado? ¿No hay algo obscurecido, "sombras, sombras, sombras, sombras", confesaba Paco, en ese grito que, por venir de tan adentro, parecería poner en juego, en una apuesta absoluta, los dilemas no resueltos de su propio pasado que así quedan escondidos para nuestro entendimiento? Pero sigámoslo a Del Barco en su propio campo. Su desafío se expresa en forma conceptual y condensada, pero para entendernos hay que abrir la trama: declinar la experiencia desde la cual hablamos. Porque para sentir el imperativo del abstracto "no matarás" quien así nos lo exige debe haber previamente vivido otra experiencia, situada en un estrato más profundo y propio, del máximo misterio en sí mismo de su surgimiento al mundo y a la vida. Sólo con lo más propio podemos animar el sentido y el concepto de la vida irreductible del absoluto otro, desde una mismidad primera sobre la cual se funda, aún para quienes no hemos podido habilitar el imperativo que la ética reclama. Si no ahondé hasta el extremo límite el sentido de lo excepcional y misterioso de mi propia vida, y no asumí desde allí la más profunda muerte que me espera, no podré nunca sentir qué es un semejante diferente, tan absoluto como - descubro- lo soy primero para mí mismo: creo que este es el lugar de la inmanencia más extrema y profunda que Levinas soslaya. Se trata de mi relatividad al mundo de la historia. Porque precisamente, puesto que mi existencia es un misterio que no tiene respuesta pero nos sigue interrogando, sólo desde allí se descubre lo relativo al mundo que me funda, y al que me remito para encontrarle un sentido a la pregunta. Y es desde allí donde recién entonces aparecerá el otro como otro tan absoluto pero -y esto es lo que le falta a Del Barco- tan relativo al mundo como yo mismo. No son conceptos separables: son dos caras de lo mismo. Si el otro es sólo un absoluto-absoluto como yo mismo, el mundo histórico desaparece: perdemos lo que necesariamente ambos, para serlo, tenemos de relativos a la historia. Absolutos cerrados sobre sí mismo, a los que no les falta nada, nada más salvo declarar también a los otros como absolutos para considerar que todo el resto es relativo y sin sentido histórico. Porque la apertura al mundo, que se abre precisamente en el "no matarás" que la funda, que aparece cuando trato de comprender mi sentimiento de ser absoluto y lo descubro primero en el rostro del otro, para encontrar allí la respuesta al misterio de mi existencia, excluye una experiencia previa: que el otro semejante que encuentro primero afuera estaba desde mucho antes desplegando la contundencia de su existencia desde dentro de mi mismo. Por decirlo de otro modo: tengo para mí que Levinas y Del Barco encuentran el rostro del otro demasiado tarde. Es el que me llevaría a descubrir entonces -en un mundo diferente al mundo de la racionalidad cristiana- al otro como un ser absoluto-relativo como lo soy desde allí para mi mismo. Lo que todos los hombres tienen de absolutos sólo aparece extrañamente cuando los descubro como relativos a una realidad mundana que debemos ahondar para que los otros rompan los límites en los que, por el terror, se han instalado. Absolutos-relativos todos, sin formar sin embargo la Totalidad que Levinas critica cuando la contrapone a lo Infinito. El círculo de lo absoluto-relativo Si el otro fuera sólo un absoluto como lo sería yo para mí mismo, ambos no seríamos más que monadas cerradas que deben romper su carcasa, pura clara estéril, sin mundo todavía: no seríamos el uno relativo al otro en lo más profundo de nuestra mismidad corpórea, y ambos relativos al mundo y a la historia al mismo tiempo en lo que tenemos de más íntimo, primero y humanos. Pero se nos dice: sólo puedo descubrirme a mí mismo como semejante al otro cuando descubro lo absoluto de mí mismo sólo en el rostro del otro como irreductiblemente otro. Lo que está primero, antes de toda experiencia en el mundo, es la voz que me habla desde adentro, pero esa voz ahora interna no tiene cuerpo humano que grite esas palabras: es lo Infinito quien las dice. Lograré descubrir mi semejanza con el otro, por lo tanto descubrirme también como otro, sólo cuando escuche como un mandato la epifanía inefable del "no matarás". Pero al hacerlo dejo de lado mi ser relativo no solamente a la historia sino también relativo a la nuda vida y también a la dura materia que nos forma. Porque aun cuando el "no matarás" aparezca como un susurro o un arrullo interior, por más bajito que hable, este mandamiento recurre a las palabras de la lengua paterna que viene desde el mundo histórico para superponerse y sobreagregarse a otra lengua silenciada, la materna, un sentimiento enmudecido por el grito de Dios-Padre. Antes del "no matarás" paterno que Del Barco escucha como si fuera la Palabra primera, existe otra palabra más densa y compleja, unida a lo sensible del cuerpo de la madre al que se encuentra unida, que se ha hecho carne porque primero hizo la nuestra, la que proclama sin furia y sin ruido el cálido "vivirás" de lo materno. Esta es la determinación primera que aparece en el descubrimiento misterioso de mi propia existencia. Esto es lo in-audito que, como susurro, Del Barco no oye, porque necesita del grito que primero la suplantó a ella -a la madre digo- desde afuera, y luego ocupa su lugar: después de desplazarla dentro de nosotros mismos. Entonces después oye y siente como si alguien le hablara desde adentro. Es el Dios indeciso del lugar que ahora ocupa: Dios sin Dios. Es el mismo Dios paternal que antes los judíos encontraban afuera y que ahora ocupa el lugar profano -profanado- de la madre. Su rostro invisible y amenazante, la voz del viejo y vociferante dios judío que ahora, como el dios cristiano, nos habla desde adentro, esa voz estalla y nos grita -otra vez el grito- en cada rostro que vemos animados por nuestro contenido amor, como si esa imagen vedada por el monoteísmo patriarcal reapareciera metamorfoseando, al salir de la obscuridad donde estaba reprimida, en cada nueva cara como investida cada una de ellas, de cara presente, por la divinidad paterna. El otro estaba dentro de él como un absoluto-relativo, carne con sentido desde el vamos, sin corte entre significante y significado, como está en todos, antes de que lo encontrara, como cree encontrarlo por primera vez, fuera de sí mismo. Esta es la diferencia que separa un modo de pensar de otro modo. La experiencia del primer "otro" con el cual nacimos confundidos -por eso es difícil verlo como separado luego- ha desaparecido, creen, sin dejar marcas. Este sentir que viene sólo desde adentro muestra, creemos, el lugar más logrado, eficaz y más secreto de la trampa elaborada por el cristianismo: convertir en inmanentes, universales y esenciales sus principios teológicos, relativos a su pretensión católica, universal, y a la historia. En otras palabras: ese absoluto del "no matarás" que impone el 6º mandamiento judío desde afuera, como Dios manda, de trascendente que era para los judíos-judios pasa a convertirse en inmanente, viene ahora desde adentro tanto para los judíos como para los cristianos, ahora todos ecuménicamente unidos. Como supone una experiencia anterior que la ontología de Levinas al cristianizarse encubre, aunque la descubra cuando mira -demasiado tarde- el rostro del otro. Pero es la primera impronta del imperativo "vivirás" materno el que aparece encubierto y carezca de palabras para decirse. Y oculta que el mandamiento del "no matarás" sea una consecuencia ni siquiera segunda sino sólo tercera dentro de una serie que tiene su primer comienzo en la experiencia del vivir materno, que es lo único inmanente histórico desde el vamos. Es cierto: esto sucede si no partimos del "il y a" que la metafísica de Levinas nos propone como su presupuesto fundante, y al mismo tiempo nos permite convertirnos de judíos en cristianos sin dejar de aceptar la racionalidad externa de los profetas. ¿Dónde está ese punto de Arquímedes que Levinas pide para separarse de la insublimable corporeidad que la mitología judía sostiene desde el Génesis? En el hecho de que Levinas no parte del cuerpo, como Jehová lo hacía, sino del más minúsculo átomo de carne, el más insensible e insignificante: la mera "sensación", esa que un Merleau-Ponty había desplazado desde el biologismo ramplón para hacer prevalecer la "percepción" que su fenomenología funda en el cuerpo pleno y sexuado de la experiencia humana. Por eso Levinas reivindica la minúscula "sensación" sensible como primera, contra la "percepción" que desde la densidad acogedora del cuerpo de la madre se inaugura para todos los hombres desde el nacimiento, y que se convierte entonces en segunda. Para que el Infinito aparezca como absoluto y separado de la madre como cuerpo sensible necesita un lugar sensible originario carente de sentido y de forma humana: sin el rostro primero de la madre. El Infinito no parte primero de ese primer rostro amado, los ojos y los pechos que por los ojos y la boca inauguran nuestra entrada al mundo humano: allí, en lo materno, no existe es cierto la Infinitud que la salvación en Dios-Padre pide y nos promete si renunciamos a su cuerpo. Pero en su cobijo y afecto estaba el germen de toda ética que tome a la mater-ialidad como punto de partida. La madre abre a la vida pero también a la muerte: hay que dejarla de lado si queremos que lo Infinito predomine y nos salve. Si la madre enseña a morir al hijo en este mundo de vida finita, Dios padre en cambio nos introduce de golpe en la dimensión Infinita, sin los terrores que el filósofo siente: no nos incluye en la Totalidad sensible del pensamiento mundano, sino en una dimensión que le es anterior y mas rica. Pobre madre cautiva, que nos cautiva y limita con su cuerpo: desde su lugar nos hay posibilidad de descubrir al irreductible otro como lo hace el pensamiento paterno. El "no matarás" no es su mandamiento. Por eso en Levinas lo Infinito sólo necesita insertar su fría llama pensante en una sensación corporal insignificante y abstracta, sólo el soporte de una determinación divina, casi nada, sensación pura, algo mínimo, lo indispensable para afirmar su trascendencia absoluta en la materialidad humana. Parte del mandamiento racional y abstracto -abstraído que fue primero el cuerpo materno - del padre. Primero hay que saber vivir Del Barco lanza su grito que su densa filosofía sostiene en el campo de la política histórica: parte del "no matarás" extraído de un patriarcalismo judaico transformista. Toma como comienzo lo que forma parte final de una serie que la Biblia describe. Primero está la vida, el "Vivirás" materno, que se apoya en que Eva "fue la madre de todo lo viviente" y con la que Adán soñó en el Edén bíblico. Luego aparece el imperioso "Matarás" que Abraham le atribuye al Dios judío y que se transformará sublimado en la circuncisión del hijo. Y recién después, pero mucho después, aparece en el Pentateuco la consigna nueva, el "no matarás" que Jehová grita desde lo alto de la montaña, entre truenos, centellas y trompetas, pero para que no se nos olvide lo escribe en la piedra. (Lo cual no impide que al descender del monte Moisés con los Levitas todos juntos maten, pese al "no matarás" del mandamiento, a los judíos que estaban adorando a la Becerra de sus sueños, fundida en puro y brillante oro, como leche dorada,). "¡Vivirás!", "¡matarás!", "¡no matarás!": tal es la serie histórica narrada por la Biblia judía de la cual Levinas sólo toma la última consigna transformada en absoluta: en el "no matarás" es Jehová que nos sigue gritando, sólo que ahora -y en esto consiste la transformación cristianizante de Levinas- no lo hace desde lejos y en lo alto, en el monte, sino desde adentro de cada uno de nosotros. Lo mismo que hace el Dios-Padre cristiano por medio de su Hijo. Al tomar como punto de partida el imperativo de la ley, se pasa en silencio un lugar silenciado, la lengua materna, la única donde inmanencia y trascendencia coinciden: la madre engendradora que el patriarcalismo racionalista combate, convertido en Infinito abstracto. El primer asesinato que comete el Infinito, ese que comienza condenando todo crimen, es silenciado: el fundamento criminal que el "no matarás" oculta, y sobre el cual se funda, es haberle dado muerte a la madre como significante fundador de todo sentido, inicio quizás de una racionalidad nueva. Este es el fundamento del silencio que nos sirve también para ocultar la tragedia de nuestro propio origen. Por eso pensamos que Del Barco, como Levinas, parte de una abstracción que deja de lado el fundamento sentido e imaginario de lo que vivió antes y sobre cuyo fondo inconsciente ahora piensa, pese a todo lo que Levinas diga, con el Iluminismo de la razón occidental y cristiana de la metafísica post-metafísica. Porque no hubo nunca un Iluminismo judío que prolongara una racionalidad nueva desde el fondo de la mitología judía laicizada. Tuvieron que pedírsela prestada a los europeos cristianos, cuyo nuevo pensamiento no estaba sin embargo exento del odio mitológico a los judíos de la religión que sin embargo criticaban. Salvo alguno que como Spinoza, contrariando la razón cartesiana, los desafió a todos igualando a Dios con la Naturaleza. ¿Y qué hay también ya no sólo de la razón filosófica europea en la que nos iniciamos, sobre todo alemana, sino de la mitología cristiana de la cultura en medio de la cual advinimos a la vida en estos pagos, como sujetos marcados por ella -la cruz, la espada y el oro- desde la experiencia de nuestro nacimiento? ¿No dejó sus marcas en nuestras cabezas y en nuestros cuerpos? ¿Puede pensar desde cero, desde un "hay" sin casi nada, limpiado a seco? En ese distanciamiento ¿no encontramos nada más profundo y hondo, algo mucho mas sensible como para que al final, caídos en la desolación insomne, encontremos en el origen de la vida, necesario para que vida hubiera, esas marcas maternas imborrables que vuelan a cobijarnos? Y que desde este nuevo punto de partida al mismo tiempo nos permita pensarnos, y explicarnos de otro modo, la caída en la puta abyección de la culpa por lo que no hicimos? El problema consiste en poder ver ese Infinito en el irreductible otro, de ese rostro irreductiblemente asesino, en la cara de Videla, de Bush, de Hitler o de Menem. El monoteísmo abstracto sin rostro se encarnó, no sólo como antes en Cristo, hijo directo de Dios-Padre, sino también en la multitud de caras - y qué caras- a las que nos resistimos en atribuirles aquella infinitud cuya encarnación antes se nos vedó poner en un Dios también abstracto. Toda la crítica de Levinas al cristianismo consiste en acusarlo de haber retornado a las imágenes del paganismo. ¡Pero si María no es Diana de Efeso ni Afrodita!. La Virgen es otra Cosa. Esa sería la única diferencia insoportable para su judaísmo: hasta el cuerpo de una virgen nunca hollada sería demasiado impura para su Infinito. No es que los planteos de Levinas dejen de enfrentar a su manera el problema de la alienación, de la guerra, del amor filial y de la razón viril: en fin, de todo lo que a nosotros nos preocupa.. Pero debemos tener en cuenta que Levinas también era invitado para exponer sus ideas en las universidades teológicas católicas, protestantes y judías. No a cualquiera. Y por qué este judío notable, que por algo se proclamaba griego, ha influido -y ahora entiendo por qué- en la Teología de la Liberación cristiana en América Latina. Violencia y contra-violencia Volvamos entonces a la violencia. Lo primero que se ha tenido que hacer para aislarla y convertir lo más terrible en lo más abstracto, hasta universalizarlo, fue ignorar la distinción entre violencia y contra-violencia que infectaba la política de izquierda. El "no matarás" como mandamiento abstracto se asienta, pero lo esconde, en una experiencia sensible y mater-ial primera: el "vivirás" originario, el misterio original de mi propia existencia en el cuenco germinal de lo materno. Al tomar como punto de partida sólo el "hay" algo sensible Levinas cree que llena el vacío del "no hay nada" insensible del espiritualismo cristiano: la nada originaria. Si no se revela la violencia fundadora que separó al "hay" (il y a) y al "no hay" (il n'y a pas) del cuerpo de la madre aniquilado, ¿cómo dar cuenta de la violencia social si se nos oculta la violencia originaria sobre la que se asientan las palabras de ese mismo Dios que condena la violencia? Por eso toda violencia, aunque sea para salvar la propia vida -que es lo que tenemos de materno- para Del Barco es mortífera y condenable. Lo primero que se ha tenido que hacer para aislarlo y convertir lo más terrible en lo más abstracto, hasta universalizarlo, fue disolver la distinción entre violencia y contra-violencia que infectaba la política de izquierda de la cual formaban parte. Esto depende de tres concepciones equivocas que -nos parece- están presentes en la ideología de izquierda: 1) la de que todo combatiente tiene que asumir primero que cuando entra en la guerrilla debe que desvalorizar su propia vida; 2) no haber diferenciado que en la contra-violencia la violencia ha cambiado de cualidad; que tampoco debe ser la misma violencia, sólo que ahora apuntaría en dirección opuesta; y 3) no reconocer que la disimetría de las fuerzas exige contar con un actividad colectiva mayoritaria de los rebeldes ante sometidos para imponerse, y sobre todo que la vida es lo que debe preservarse para lograr incluirlos en un proyecto digno. Mantener el valor de la vida como un presupuesto es el punto de partida de la eficacia ética en toda acción política. Si la muerte aparece no será porque la busquemos, ni en nosotros ni en los otros. No haber comprendido que la contra-violencia no es sólo la que recurre a las armas que aniquilan, que ésta tiene -cuando se la descubre desde la historia de las luchas y del pensamiento- una cualidad diferente y hasta contradictoria, por su esencia, de la otra. Para Del Barco toda violencia siempre es violencia de aniquilamiento y de muerte. Sólo si se hubiera comprendido desde el vamos, es decir desde mucho antes, esto que ahora quiere inaugurar un sendero luminoso -y descubre al irreductible y absolutamente "otro" necesariamente presente también en la política- esa experiencia fundamental que la derecha teme hubiera permitido comprender la contra-violencia como una experiencia de vida y no de muerte. Hubiera permitido pensar, por ejemplo, que la vida suprimida fríamente, aún la de Aramburu, no podía ser utilizada como un triunfo simbólico revolucionario, aunque Aramburu fuera un enemigo. Y no por las razones que Del Barco señala. Aramburu podría haber sido totalmente culpable: eso no autorizaba a asesinarlo. Primero -y eso es lo más importante- porque al hacerlo los defensores de la vida se convirtieron en asesinos. Y lo que es más monstruoso: convirtieron en el campo de la política popular a un hombre cobardemente aniquilado, a la muerte, en símbolo de un triunfo de la justicia y de la vida. Y convirtieron a todos sus simpatizantes en cómplices temerosos de este hecho cobarde y sanguinario. No porque no haya seres que no merecen la vida: veo rostros precisos, veo a Menem, deshecho humano ya difunto sentando en el paraíso de los senadores. Pienso en Hitler. El valor de sus vidas es nulo: ellos mismos, en su mismidad más profunda, se han aniquilado. Pero lo que interesa no es la destrucción de sus vidas en tanto vidas propias. Lo importante es otra cosa: ¿qué vida de estos criminales tan diferentes podría pagar la destrucción y la muerte que produjeron? ¿La vida tiene equivalente? ¿Eichman saldó la vida aniquilada de millones muriendo en la horca? ¿Los israelíes fueron desde entonces más justos con la vida ajena? No se trata entonces de que toda vida se valide como vida absoluta: en este caso la que provocaron la muerte de miles o millones de otros muestra que, para ellos, al menos la de los otros sólo eran vidas relativas: únicamente la de ellos eran vidas absolutas. Si lo absoluto que consagra al sujeto como sujeto humano no es desde el comienzo relativo también a la historia, toda relación que los incluya en la historia luego los convertirá, desde la metafísica, despojados de Infinito, sometidos a lo puramente relativos: seres puro desperdicio. Solamente pienso que el hecho de que me vea empujado a darles muerte una vez vencidos me convierte a mí también en alguien que atravesó el espejo y me convierte, fuera de la lucha y del enfrentamiento en el que resisto, en destructor de una vida humana sin que sea necesario. Juzgarlos esclarece la conciencia de justicia entre los hombres; matarlos una vez vencidos obscurece el sentido de la nuestra. Es por aquél que se ve llevado a matar cuando la violencia que sufre lo empuja necesariamente a hacerlo, es entonces cuando pienso en esta conversión insoportable. Porque el problema no es solamente el "absolutamente otro" abstracto cuya vida suprimo: es primero la destrucción que produzco en mí mismo lo que me lleva a preservar la vida de todo hombre, aunque sea un miserable y un asesino -sólo una vez que inmovilicé su capacidad de producir la muerte, es decir permitir que la nuestra continúe, porque ningún asesino puede pagar con su vida el daño producido -salvo que eso suceda para impedir que siga sucediendo. No porque merezca la existencia, sino porque si llegara a truncar su vida emputezco la mía, y prolongo una equivalencia cristiana, que no existe, entre la vida y la muerte. Cuando se trata de haber asesinado a alguien ya no hay perdón que valga para nadie: el único que podría perdonarme ya no existe, porque yo mismo lo he suprimido. Ningún acto de constricción puede resucitarlo. ¿Me quedo más tranquilo? Pero darle muerte porque la justicia lo declara culpable cuando ya no es necesario destruir su actividad asesina, ese es el crimen serial que el asesino sigue produciendo en los que quedaron vivos al transformarlos también a ellos, con las mejores intenciones de justicia, en los supresores innecesarios de la vida. La cadena de la muerte no se interrumpe, y está en nosotros -no en ellos que viven de ella- interrumpirla cuando es posible. El problema de esta identificación e igualación que Del Barco hace, cuando no distingue entre violencia ofensiva y violencia defensiva, nos llevaría a hacerle una pregunta que si roza el absurdo es porque la presunta inocencia de su planteo lo exige: ¿mataría al que trata de matarlo, o aceptaría perder su vida, que se regula por ese "principio" inmanente, para conservar la del otro que se complace y goza con darle muerte, y que, por no sentir ni oír el murmullo interior del imperativo que está en todos, no se guía por ese "no matarás" que Del Barco escucha? Si es "como si" en cada asesinado viviera esa muerte cual la de un hijo, ¿dejaría de matar al que está por asesinarlo a uno o a otro cuando el "como si" de la fantasía desaparece y la realidad lo pone frente a la necesidad de defenderlo? Del Barco nos diría que el principio, aún violado, sigue siendo el mismo: nos convertimos en culpables de un asesinato pese a nosotros mismos. La realidad nos obliga, implacable, pero la infracción al Infinito sigue existiendo. Esto quiere decir, contradictoriamente entonces, que es un mandamiento que contiene la contradicción dentro de sí mismo: un mandamiento que exige ser violado. Pensamos sin embargo que darle la muerte al otro que amenazaba con matarlo, lo que se llama legítima defensa, lo convertiría en un hombre que mató a otro, pero no lo convertiría en un asesino. ¿O caso alguien preferiría ser asesinado para salvar un "principio" absoluto y metafísico? Y no digo que esto mismo no deje su huella en quien se ve obligado a realizarlo. El principio universal, así considerado, sólo nos ata a nosotros las manos. Por eso el "no matarás" es lo que los dominados y amenazados deben tener como principio, para evitar que la contra-violencia pueda amenazar la violencia de los que dan la muerte. Esto ya lo sabía Hobbes: el contrato que confiere el poder de imponer el "no matarás" -el Estado- debe firmarse porque los dominadores y asesinos en algún momento duermen, y los somnolientos esclavos pueden aprovecharse de ese reposo y darles muerte. Esta es una distinción clara de la violencia y de la contra-violencia: una es ofensiva, la otra defensiva. El "no matarás" como mandamiento abstracto y sólo subjetivo -que no es concreto sólo porque escuche voces- viene del poder de los que matan, no de los que son pasados a cuchillo. A otra cosa Pero quizás esto también sea excesivo. Nuestra reflexión va dirigida a todas las consecuencias que quizás se hubieran evitado si la crítica y el análisis político no siguiera soslayando ahora lo que se había soslayado antes por negarse a dejarse penetrar por la experiencia traumática que vivieron: si hubieran permitido durante tantos y tan largos años que la reflexión filosófico-política abriera el espacio crítico de la violencia en la izquierda y, por qué no, en el más amplio espacio de la cultura ciudadana. Hubiera surgido quizás otra crítica. Hubiera dejado su paso a un único punto de convergencia en la izquierda: el lugar del otro, del sujeto humano, también en la política. Hubiéramos podido aceptar sin vergüenza la defensa del valor de la vida sin ser tildados de cobardes cuando el torrente político los llevaba, valientes es cierto, al borde del abismo. Hubiéramos podido, al comprender nuestras dificultades, nuestra sombras, comprender la de otros y ayudarles, pensando, a participar de ese campo político del que, ante actores, nos habíamos distanciado. Pero si la violencia es una sola, y es esa de los dos adolescentes asesinados la que se da como ejemplo, son átomos de violencia los que se analizan, monadas de violencia donde culminaría toda violencia humana. Es como si de ese único hecho, donde pasó todo, y donde se resumiría y se conglomeraría toda la violencia humana, donde reverdecieron las categorías inhumanas de la derecha en los sujetos de la izquierda revolucionaria, eso no hubiera tenido consecuencias: como si después y sobre todo antes no hubiera pasado nada que nos tenía también a nosotros como actores. Como si tampoco ese hecho hubiera sido una consecuencia de la superficialidad con la que algunos intelectuales consideraban los acontecimientos de la política, ese descubrimiento que al final los anonada: cuando aparece el rostro del irreductiblemente otro ignorado en el pensamiento filosófico y político de la izquierda. Descubriendo la existencia colectiva de los otros se habían, en el fondo, olvidado de sí mismos. No porque pensamos que se suscribieron a favor de la muerte porque la desearan. Pienso que sobre eso sentimos en el fondo lo mismo. El problema es por qué ese sentimiento de repudio, que en algún lugar sentían, tuvo que rendirse: ese es el problema que se abre en la reflexión política. Porque si pensamos que todos, al menos en la izquierda y en la población sometida, sienten el valor de la vida compartida, entonces la función de intelectual es ponerle palabras donde ese sentimiento mantenido y por fin reconocido pueda desplegar en la vida cotidiana la verdadera eficacia de la lucha política. Más aún cuando suponemos la existencia en todos, aunque en sordina, de ese llamado imperativo a la vida. El problema que Del barco soslaya es la eficacia de la vida en la in-clemencia en la vida política que la derecha quiere imponernos. Allí reside la eficacia de ellos, pero no la nuestra. Es lamentable ver los efectos que ese tipo de ocultamiento ha tenido en la cualidad del pensamiento. Ese hecho está encuadrado en un antes y un después, y en ambos los intelectuales hubieran tenido algo que decir, quizás para que no sucediera. Este después quedó demasiado distanciado de ese antes. ¿Pero cómo hacerlo si el reconocimiento del otro como irreductiblemente otro, como rostro, no era aún una experiencia a la que el sujeto de izquierda hubiera accedido? ¿De qué clase de hombres estaba entonces construida la izquierda, aún la más culta y sensible? ¿Para descubrir el rostro del otro como otro era preciso acaso, como pensaba entristecido un poeta, haber leído todos los libros? Ser sobrevivientes Y entonces me detengo porque Del Barco me lleva a pensar en otra cosa. Y pienso también que ahora lo comprendo, que sí, que es muy terrible decir lo que en verdad calla: que es muy difícil ser sobreviviente. Es difícil aceptar que eludimos la muerte cuando otros la sufrieron. O tuvimos la suerte de no estar presentes. Que nos fuimos, que nos exiliamos cuando otros se quedaron. Eso lo sentimos aún aquellos que no apoyamos la aventura guerrillera en nuestro país, porque nunca creímos en la visión alucinada de una fuerza posible que le diera el triunfo, ni fuimos peronistas de izquierda, pero vivimos con los fantasmas de nuestros compañeros a quienes amábamos y no pudimos disuadirlos para modificar su destino, porque todo estaba aún por jugarse. Y que ahora que están muertos nos dejaron una marca indeleble y una acusación callada que recorrió a toda una generación: la de no haber tenido quizás los huevos bien puestos, quiero decir el valor que ellos tuvieron. Que ningún "vacío" metafísico ni ninguna "falta" ni ningún "sin ser" ni ningún "sin fuerza" ni ningún "sin presencia" puede dejar de delatar el contorno preciso de sus miradas y de sus cuerpos plenos tan queridos vaciados de presencia, de ser y de fuerza por una muerte inmerecida. Reconozcamos entonces que no fuimos cobardes por estar ahora vivos. La cobardía a la que nos referimos sólo puede ser sólo una, y se refiere a esa "otra responsabilidad" que era y es la nuestra, esa "otra manera" de ser culpables a la que se refirió Del Barco. Reconozcamos entonces el valor de estar vivos, porque ni su triunfo posible ni su fracaso -esa siniestra frustración de la Derrota que nos endilgan a todos- dependía sólo de nosotros. Pero también queda por resolver otro grave problema: si ese principio del "no matarás" está en todos, ¿cómo es posible que tantos sean asesinos y tantos otros acepten ser asesinados o destruidos? Para pensar esta dificultad de la post-metafísica metafísica debo pasar a una comprensión de las estructuras de dominio humanas que alienan a las muchedumbres, las inmovilizan por medio del terror o de la inocencia, pero también a la izquierda revolucionaria. Entonces al análisis estructural de la comunidad humana le falta también otra propuesta política que sobre fondo del fracaso que se ha vivido, de eso que los peronistas de izquierda llaman "derrota", plantee una solución que una a lo absoluto, que había pospuesto al sujeto considerado como meramente relativo -"soporte de una determinación", proclamaba Althusser en ese entonces tan leído- y sólo lo vuelve a encontrar luego de la derrota como sujeto plenamente absoluto-absoluto, como metafísico -lugar paradojal de lo imposible-posible para el sujeto absoluto fracasado y aislado- y vuelve así de un extremo al otro: del sujeto relativo negado en la estructuras objetivas en la lucha alucinada al sujeto absoluto afirmado en la metafísica sin historia luego de la derrota. Volvamos a Jouvé Y la historia desaparece como análisis de los hechos que dan sentido a su grito. Si comenzamos considerando primero, como más importante, la entrevista a Jouvé y en ella vimos que hubo una determinación histórica de grupo donde el valor relativo de la vida desde una perspectiva revolucionaria objetivista prevaleció enfrentando dos mandamientos -el "matarás" contra el "no matarás", Masetti contra Jouvé- ese hecho muestra -puesto que fue el detonante para el grito de Del Barco- que allí en el seno del grupo, para usar las palabras de su propio planteo, lo imposible y lo posible estaban enfrentados. Y que si uno triunfó sobre el otro es porque en la izquierda el debate, la crítica a la teoría estructural de Althusser, o a la teoría de la guerra aplicada por Perón a la política, o a la concepción de los varios Viet-Nam sudamericanos en el Che, no formó parte del pensamiento crítico de la izquierda revolucionaria. No se hicieron cargo del debate sobre el sujeto político en la crítica política. Ni lo afectó a Masetti, que se guiaba, implacable, por las leyes objetivas de la guerra de derecha, ni lo afectó al grupo de los veinte adolescentes cuyas caras cambiaron luego de no haberse atrevido a sentir lo que Jouvé sentía. Porque los intelectuales que no se interrogan sobre el proceso histórico de su tragedia interna han dejado de cumplir con su tarea: ser ellos mismos el lugar humano contradictorio y sufriente donde se interrogan por las dificultades que como sujetos han encontrado para convertirse en núcleos donde también se elabora la verdad histórica. Esto es lo que le decimos en definitiva a Del Barco: comprendemos su tragedia, de la que también participamos sin haberlo hecho como él lo hizo. Lo que no comprendemos es, luego de haber callado tantos años, que nos privara de lo más verdadero y valioso de su derrotero personal: poner de relieve para comprendernos las desventuras y las dificultades humanas, demasiado humanas, que hicieron necesario su silencio. Para que no se repitan en ese silencio que circula todavía -el silencio también circula, es portado por las que no hablan. Y no se trata estrictamente aquí de psicología. ¿Qué nos pasó desde entonces? ¿Qué pasó durante tantos años, luego de ese hecho trágico? Lo que así fue ocultado, las consecuencias de sus tomas de partido, de sus indecisiones, han determinado luego los temas que fueron abordados en aquellos campos de los cuales siguieron participando en primera fila, estableciendo la jerarquía de los problemas en debate: en la universidad, en los eventos culturales, las revistas, entrevistas, congresos, editoriales, diarios y disquetes, y hasta en la bibliografía de las cuales se nutrían sus alumnos -que alguna coherencia debían necesariamente tener con sus propios compromisos personales. El lugar del sujeto como fundamento del sentido de la verdad fue ignorado, pese a que esa fuera la fuerza que el intelectual tenía como indelegablemente propia. ¿Qué queda de la filosofía si no piensa que el sujeto es núcleo de verdad histórica, sobre todo en el campo de una política que quiere reivindicar el fundamento más cierto de la democracia? Así , al abandonarla, se fueron abriendo y cerrando espacios en las generaciones posteriores, en las cuales se siguió prolongando y cultivando un campo limpio de malezas -quiero decir limpio de referencias y hasta de rozamiento con esos encubrimientos. Si, ya se, es una desgracia envejecer fracasados y rumiando sin encontrar salida al espanto de lo que en algún momento del pasado se vivió para no dar luego la cara. El asesinato de los dos judíos argentinos fusilados por los "compañeros" es, en su horror, también un signo, un índice monstruoso que desde allí debe ser abierto para mostrar el desierto barrido por el silencio y la sequedad de las ideas que no querían que reverdecieran, como tampoco se abrieron y sólo se sacaron las mil flores prometidas en China. A los intelectuales pensantes y escritores, hayan apoyado o no los movimientos armados en la Argentina en sus diferentes vertientes, nadie los acusa de haberlo hecho o de haberse opuesto a esa experiencia. La experiencia política es determinante, por lo que ella aporta al problema de lo colectivo y de lo subjetivo, y que el intelectual, por definición de clase, de clase de hombre digo, no puede dejar de lado. Allí lo absoluto de nuestra propia existencia y lo relativo que somos a la historia se verifica. Círculo extraño y desconcertante, no destruye nunca el misterio de que haya alguien, un existente, que sea yo mismo. La política hasta ahora siempre ha buscado mantener el lugar de su poder colectivo, y su eficacia, borrando en cada sujeto la experiencia más íntima de su propia existencia. No exageremos entonces nuestra propia importancia, porque los hechos políticos les pasaron a ustedes por encima como a cualquiera de nosotros. Lo que sí debe ser comprendido, luego del horror desencadenado por el fracaso es, me parece, otra cosa, ésta sí ineludible y por la cual cabe entonces que lo sigamos preguntando ahora, porque sirvió para cerrar o abrir el espacio histórico con nuestro pensamiento. Lo que necesita explicación, para que se convierta ese experiencia pasada en una conquista histórico-filosófica, sería comprender quizás otra cosa: ¿porqué esa culpa tan sentida, asumida de profundis, que les hubiera llevado necesariamente a examinar las condiciones subjetivas y políticas, culturales en fin, de un hecho tan aberrante y siniestro, quedó silenciada, quizás estupefactos, pero sin pensar entonces en los otros: que esa angustia también debía estar presente en el cuerpo y registrada en la cabeza de militantes y lectores para los cuales escribían. Esta postergación del "otro" descolocado de nuestro propio horizonte es una determinación política en el pensamiento filosófico. Si se hubiera podido hablar de los que nos pasaba a todos, porque nos estaba pasando y nos sigue pasando, la culpa por una complicidad recién ahora confesada no se hubiera congelado como culpa individual y subjetiva: no se habría convertido en ese nido de víboras que carcomió implacable desde adentro. Se hubiera abierto un campo común de pensamiento para discernir, entre todos, los límites que la responsabilidad política planteaba en los hechos que vivíamos, y no sólo en los textos de filosofía. La hondura de la culpa tiene que ver también con el tiempo durante el cual, silenciada, se la maceró en cada uno. De haber asumido como responsabilidad social en su momento lo que luego se metamorfoseó sólo en culpa individual, hubiera permitido crear eso que ahora el pensamiento a la moda llama un acontecimiento, creador por lo tanto de un sentido nuevo que venciera el determinismo que nos había marcado. De haberse producido, esa experiencia personal asumida y expresada en el campo de las ideas hubiera permitido abrir el espacio de una claridad pensada que, compartida, también hubiera liberado de fantasmas a tanta gente que formó parte de esa experiencia histórica. El silencio contribuyó, en cambio, a congelarlos en la culpa, tanto más aguda cuando más próximo el terror militar amenazaba, culpa obscura pero nunca insomne que sólo pudo estallar, como estalló, en el grito de Del Barco. Su intensidad desbordó el afecto contenido, es cierto, pero no transformó a la conciencia que siguió amurallada y extendió fuera de sí las coordenadas metafísicas y teológicas tras las cuales la culpa, ahora gritada, había permanecido. El sujeto absoluto no recuperó su ser relativo a la historia. Al comienzo y al termino su densidad histórica sigue dejada de lado. Un enfrentamiento sin sangre, pero tan doloroso Ese ocultamiento de estos últimos veinte años significó que el pensamiento que pensaron desde entonces, ese pensamiento pensara siempre sobre fondo de una obscuridad, de un vacío, de un dolor que de tan profundo y por eso mismo quizás no asumido, nuestra sociedad y las generaciones que nos sucedieron -incluyendo allí a nuestros propios hijos- no pudieran entender de qué se trataba, aunque sintieran que algo oscuro, indescifrable, les habían dejado atrás sus propios padres como herencia. Nuestros hijos salieron a caminar juntos aunque solitarios, aureolados también ellos del horror que heredaban, ese suelo estragado y cenagoso en el que debían chapalear como si nada de tenebroso los salpicara. Las ideas, cuando se hacen puras, es porque perdieron su alimento en la tierra, pero sabemos que era difícil hacerlo desde una tierra regada con sangre de amigos a quienes amábamos tanto. En ese camino que emprendían las generaciones nuevas se adensaban y fermentaban las miasmas de lo que encubríamos de nuestro propio pasado y que, conteniendo el propio pavor que debió rozarnos al menos al retorno, se les ofrecía a ellos en cambio como si fuera un camino al fin transitable y alisado por la democracia. Pero sobre todos ellos revoloteaban, y asedian aún, los fantasmas. No son los mismos fantasmas que nos acompañan a nosotros, que sabíamos de qué noche salían, porque los nuestros son espectros: llevan el rostro vívido de los muertos que conocimos vivos. Quizás por eso mismo los fantasmas sin origen, sin huellas de la herencia que los padres silenciaron, son más tenebrosos y pavorosos para ellos. Se les ocultó lo que ahora, luego de veinte y largos años de tenaz y empecinada tapadera, surge de pronto en un grito desgarrado el quejumbroso rastro de un camino ahora intransitable. Y adquiere por fin un rostro verdadero debajo del grito que lo ensombrece al delatarlo. Quizás si hubieran hecho posible que el corte entre democracia y dictadura no apareciera, como apareció, como un campo de paz nuevo que abría el espacio de la esquizofrenia en la sociedad argentina, luego de una violencia genocida cuya prolongación residía en el hecho de que el terror no había desaparecido en la paz política: sólo se había hecho invisible como nuestros propios espectros, como si una linterna sorda los proyectara sobre las nubes bajas en nuestro obscurecido cielo. Por no querer dar nombre y darles rostros y vida a los fantasmas que engendramos en los otros, dejábamos de mostrar los que el terror pasado prolongaba en la actualidad política, aunque siguieran trabajando silenciosos en nosotros. Pero para eso había que abrir el espacio de la memoria sensible en la escritura crítica, es cierto: había que volverle a dar vida a los muertos inmovilizados, sacralizados por la lucha y el heroísmo en nosotros mismos, pero ahora para discutir con ellos. No se trata de agredir ni atacar la memoria de quienes jugaron su vida -y a veces la de todos nosotros- y donde muchos de nuestros amigos la perdieron. No podían y quizás no querían saberlo. Sólo se trata de poder luego comprender por lo menos las categorías patriarcalistas y cristianas -insisto: sí, cristianas, míticas, no sólo fetiches cuyo contenidos ya disueltos habrían dejado su forma abstracta encarnada en las mercancías del capitalismo, sino que subsisten con su contenido como presupuestos previos y fundamentales del imperialismo- de la derecha que estaban determinando y orientando el sentido de la vida de tanta gente. Que esa culpa cuyo grito tardío resuena, enardecida y encubierta en la indiscriminación del contenido histórico y subjetivo que los asedia, pudiera haber abierto hace ya más de cuarenta años ese encuentro que habría hecho posible que la izquierda no se convirtiera en ese apelmazamiento de ideas revolucionarias que sufrieron en su momento la crítica inmisericorde de las armas [y la indiferencia de los pueblos] y que no se atrevió siquiera a reflexionar sobre sí misma, sobre su propio pasado una vez derrotada: que no se sometiera ni siquiera a las armas de la crítica que al menos les había quedado en las manos a los intelectuales que sí la habían apoyado. Convengamos que ese pasado no se merecía sólo un grito tardío. Seamos coherentes: nosotros también tenemos armas que no nos atrevemos ahora a reconocerlas como armas: las de nuestro pensamiento que resumen nuestras vidas. Esa es la "manera diferente" de una responsabilidad distinta. Estas armas pueden matar el alma y anular con el bisturí tajante de las ideas fijas el centro vital que anima con su afecto nuestro cuerpo. Pero las armas de la guerrilla fueron fundidas entre nosotros en el mismo horno sacrificial del peronismo cristiano que las había cincelado. El sacrificio de la vida formó parte de la retórica política calcada del imaginario mitológico que nos conformaba. ¿Evita montonera? ¡No me jodan! No formaba parte de una contra-violencia pensada y sentida de otro modo, sino que aparecía como la violencia misma: única y positiva. Había que beberla hasta las heces: sólo en el fondo, pero muy en el fondo, cuando ya no quedaba otro sorbo, aparecía todo lo hediondo. La violencia auspiciada por el Perón que los calificaba como su brazo armado no correspondía a la que podría ejercer un hombre de izquierda. Y allí reside, cuando no se la diferencia, el no reconocimiento del rostro del otro: no nos mirábamos en verdad ni siquiera el propio en el espejo. Pero ni siquiera eso: no quisieron leerse en "ese espejo tan temido" en el cual los invitábamos -ya hace más de veinte años- a que osáramos miráramos: que no diéramos la cara vuelta. Esa cara del otro irreductiblemente Otro que ahora descubren con el judío Levinas es para nosotros, pese a lo que fue su dolorosa vida, sólo el rostro apalabrado de un texto de filosofía, el limbo que queda disponible una vez frustrados de la metafísica cristiana y sin rostro de Heidegger: el Ser de la verdad revelada, de cuya cruel expectativa ni el último Dios nos salvaría. Pero esos rostros por los cuales hace tiempo no nos preguntábamos, para todos nosotros tenían sin embargo nombres, cuerpos, ojos y apellidos. Ese rostro abstracto en el que nuevamente, en las palabras de la metafísica vuelven a disolverse la multitud de rostros vivos que nos fueron próximos, y algunos de los cuales lo siguen siendo, es un rostro mustio, es un rostro muerto: es un sucedáneo frío de los rostros vivos que nos estaban mirando, y quizás esperando, cuando volvimos de nuestros exilios -y que aún nos miran como si esperaran algo que sólo nosotros podríamos decirles. De esos rostros también se trata, no sólo del de los desaparecidos: se trataba de los que nos observaban e interrogaban en silencio a nuestro regreso, de los que nos escuchaban luego en las aulas y en las conferencias, esos rostros y esos ojos que leían vuestros libros y que creían en vuestra palabra sabia: ¿dónde estaba el reconocimiento del otro fuera ya de la batalla armada si callaban lo más importante que debía ser dicho? Esos rostros nos siguen mirando todavía. Volver a imaginar los rostros y la mirada última de los primeros e inocentes montoneros, angelitos mustios del retablo revolucionario, fusilados sin misericordia por sus propios compañeros, es ya una invitación a que esa imagen del horror más oculto y pavoroso deje de encubrir y disolver el rostro, menos trágico es cierto, de tantos y tantos semejantes nuestros fracasados y atemorizados, aquellos que en la estela de ese encubrimiento han quedado mudos en su lugar más sentido, ese donde se asienta el origen de nuestras palabras. Volver a darles el concepto de un Dios sin Dios como referencia a un Ser innombrable y vacío para explicar esa tragedia, creo que no alcanza. A no ser que se trate de un homenaje que la metafísica quiere rendirle a la virtud perdida. _ |
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