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Aquel primero de eneroAnonyme, Mardi, Décembre 30, 2003 - 10:08 (Analyses | Democratie)
Marco Revelli
Razonar sobre el zapatismo para mí quiere decir partir de nuevo de las emociones de aquel primero de enero de 1994, cuando a través de imágenes inciertas nos llegaban noticias de esos pequeños hombres enmascarados y armados aparecidos casi por arte de magia en las calles de San Cristóbal: ¡un ejército de hormigas ocupaba siete municipios! Un suceso sustancialmente desconocido, que tenía lugar a 10 mil kilómetros de nuestra casa, era capaz de desencadenar un entusiasmo y una empatía aparentemente injustificada si era visto con los ojos de las experiencias de guerrilla latinoamericana que conocíamos. Pero el calambre eléctrico que sentimos tenía algunas razones profundas: sobre todo, era la primera fisura de ese orden global surgido del presunto "final de la historia" divulgado por los apologetas del neoliberalismo; en segundo lugar, esa insurgencia asumía un carácter burlón, por haber explotado precisamente en el momento en que México entraba en el salón bueno del capitalismo, coincidiendo con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio con Canadá y Estados Unidos. Asistíamos, por tanto, a la primera revuelta contra la globalización neoliberal. Sin embargo, aquel acontecimiento se disponía a metérsenos dentro y transformarnos, fundamentalmente por una razón diferente, que tiene que ver con el lenguaje que aquella experiencia producía, al principio como evocación, después como un dispositivo poderoso y sugerente. Basta pensar en la Primera declaración de la selva Lacandona, aquella que decía: "¡Hoy decimos basta!", seguida de doce puntos en los que se afirmaban los derechos fundamentales negados a los indígenas desde hacía 500 años: derecho a la salud, a la tierra, a la alimentación, a la justicia, a la democracia, etcétera. No estábamos habituados a ese lenguaje, no era el lenguaje de la política, de las formas vacías, no era la jerga de una casta burocrática. Eran palabras que llegaban desde otro sitio, de lugares más profundos, que señalaban una ruptura con aquello que nosotros entendíamos por lenguaje político: era la irrupción de la vida cotidiana en nuestro mundo, la vida de las comunidades, sus dramas, su dignidad. Aquellos indígenas habían dejado de mirarse con nuestros ojos, con los ojos del Occidente fuerte, culturizado e industrializado, y comenzaban a mirarse con sus propios ojos, rompiendo también con las experiencias históricas de las otras guerrillas de América Latina que habían tomado su lenguaje de los "puntos altos" del desarrollo occidental. Un verdadero y auténtico vuelco de arriba abajo, de las palabras y de las miradas, que abría nuevos escenarios, nuevos lugares de la política lejos de aquellos tradicionales de la fábrica, de la centralización del trabajo y del paradigma político y cultural que identificaba en la toma del poder el camino fundamental para toda hipótesis de transformación radical. El zapatismo experimentaba nuevas formas de la organización que ya no coincidían con la construcción de grandes contenedores ho-mogéneos en los cuales concentrar la fuerza. Por todas estas razones, la insurgencia indígena chipaneca se iba a colocar más allá de una línea de fractura histórica que sobrepasaba la experiencia histórica del siglo XX. Muchos observadores leían en aquel suceso elementos de marginalidad que no podían tener valor universal, una lengua incomprensible para Occidente, porque estaban convencidos de que era imposible que desde las periferias globales existiera una novedad que nos estuviera diciendo también algo de nosotros. p-video-ezln-fil-guad El primer punto de ruptura ponía el acento en el espacio, más que en el poder. En todos los discursos zapatistas es explícito el rechazo de la toma del poder como alfa y omega de la acción política, pero es igualmente importante la idea de la apertura de espacios libres, de espacios de autoorganización que hay que defender. Sobre el terreno del espacio se juega la partida crucial de la globalización, el estatuto del nuevo mundo. Hasta ayer mismo habíamos conocido un espacio trabajado por las técnicas del poder: el espacio del Estado-nación. Hoy los zapatistas nos dicen que existe una nueva problemática del espacio, que tiene que ver con los territorios y la necesidad de proteger las comunidades del poder devastador de los grandes flujos de desarraigo y explotación de la globalización. El territorio, por tanto, se convierte en el lugar principal de la política y del conflicto, después de que se han hecho añicos las concentraciones tradicionales del trabajo mediante la doble presión de las luchas obreras y el desarrollo capitalista. Espacio versus poder, por tanto, defensa y reorganización del propio espacio bajo la forma de territorio. Segunda cuestión: autonomía contra centralización. También aquí asistimos a una ruptura epistemológica, relacionada con la naturaleza y la función de la política. No se trata de predisponer los contenedores de potencia dentro de los cuales concentrar las energías capaces de conquistar el Estado para transformar posteriormente la sociedad. No se trata de poner juntos a los iguales o a lo que es homogéneo: se trata de organizar las autonomías de las diferencias. A menudo en los documentos zapatistas se habla de cómo la heterogeneidad de las comunidades constituye una red que las entreteje sin renunciar a las propias especificidades y al propio lenguaje. Finalmente, el tercer elemento: cultura contra fuerza. El punto fundamental sobre el que el movimiento zapatista apoya la propia palanca para la transformación del mundo no es la fuerza -que ha caracterizado toda la política moderna-, sino el concepto de cultura entendido como continuidad entre las generaciones a través de un patrimonio compartido y el reconocimiento de la propia identidad. La cultura como instrumento para saber quién se es y para defenderse de la dominación de los otros. Todo esto nos renvía a la cuestión fundamental para la izquierda de hoy: la relación con los medios y la relación con la potencia, es decir, cómo se construye el otro mundo posible y como se defiende de las fuerzas adversas. Los diez años de revuelta zapatista nos demuestran que esta experiencia ha sobrevivido no porque sea potente desde el punto de vista de la técnica y del armamento, sino porque ha puesto en movimiento una energía difusa: desde su punto de fuerza local los zapatistas han sabido conectarse con una red global de microenergías capaces de constituir una fuente de resistencia. Exactamente lo opuesto al constructivismo occidental aplicado a la política, que construía aparatos de potencia. En Chiapas han construido extraordinarios aparatos culturales de comunicación y de cooperación, con una capacidad imaginativa y de sugestión que explica perfectamente el sentido de su experiencia y la distancia de la cultura occidental: si en Irak Estados Unidos ocupa el país con sus águilas gritonas, en el sudeste mexicano nacen los caracoles, formas de autogobierno de las comunidades indígenas. A la rapacidad de la potencia militar y de un sistema económico destructivo, los zapatistas contraponen la metáfora de la lentitud del caracol: sólo un proceso lento y largo podrá intentar la transformación antropológica necesaria para reconstruir un mundo devastado por el dominio neoliberal.
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